En situaciones como desastres naturales, conflictos armados o pandemias, es habitual que se dispare el precio de determinados bienes. En la actual crisis sanitaria provocada por el coronavirus podemos verlo con claridad: cierto material sanitario como mascarillas, geles desinfectantes, guantes de látex o test de diagnóstico han experimentado aumentos de precio considerables.
¿Por qué ocurre esto? A nadie con unos mínimos conocimientos de economía se le escapará que la causa es el mero resultado de los cambios en la oferta y en la demanda. Por un lado, la sociedad empieza a demandar estos productos con muchísima más intensidad que antes de la pandemia por satisfacer una necesidad que antes no existía; por otro, la oferta se resiente debido al confinamiento forzoso de la población y la paralización de buena parte del tejido productivo. La combinación de ambos factores genera que, en un primer momento, los precios sufran un súbito aumento.
En estas situaciones, es común que los políticos consideren que tienen que hacer algo para detener la escalada de precios. Lo hacen espoleados por la intuición de muchas personas de que hay algo poco ético de por medio. Piensan que alguien se está aprovechando de esta situación dramática de manera ilegítima. Y como respuesta por defecto, el Estado tiende a imponer por decreto precios máximos para esos productos.
Ha tardado poco el Gobierno de España, compuesto por PSOE y Unidas Podemos, en anunciar sus intenciones de implementar un control de precios de este tipo. Alberto Garzón, ministro de Consumo, anunció recientemente que están trabajando en un plan para imponer precios máximos, ya que hay empresas que "han aprovechado para especular y subir precios de productos que tienen alta demanda". Así, argumenta, podrán "garantizar el acceso a estos productos".
En la misma línea, el Gobierno ha otorgado poderes a las comunidades autónomas para fijar precios de los test de diagnóstico que realicen los laboratorios privados “con el objeto de evitar situaciones abusivas en el acceso a este servicio”.
Es común que los políticos consideren que tienen que hacer algo para detener la escalada de precios
Este tipo de intervención del Estado probablemente sea uno de los casos más representativos de lo que el economista Alan Blinder denominó la Ley de Murphy de la política económica: "Los economistas tienen una menor influencia sobre las políticas que mejor entienden y en las que más de acuerdo están; y tienen una mayor influencia sobre las políticas que peor entienden y sobre las que discrepan de forma más vehemente".
La fijación de precios máximos sigue siendo una política enormemente persistente en una gran cantidad de países y es defendida por partidos de diverso color político. Y sin embargo, suele ser el típico ejemplo de libro de texto de mala política económica. ¿Por qué motivos?
Imponer controles de precios en situaciones de emergencia como el actual genera tres consecuencias principales, todas ellas contrarias a lo que los políticos dicen que pretenden conseguir. En primer lugar, genera desabastecimiento: al ser la demanda mucho mayor que la oferta al precio fijado por el Estado, necesariamente desaparece la disponibilidad de estos bienes para una buena parte de los consumidores. Esto iría justo en contra de la promesa de Garzón de garantizar el acceso a estos productos.
En segundo lugar, provoca una mala asignación de recursos: los bienes se asignan por orden de llegada hasta que se agota y no por la necesidad que pueda tener cada consumidor, sean estos particulares, empresas o incluso el propio Estado.
Y en tercer lugar, desincentiva la oferta de esos productos: desaparecen los incentivos para aumentar la producción de esos bienes, e incluso se incentiva la reducción de la oferta al volverse más costosa por las medidas sanitarias necesarias para detener la pandemia o por los mayores precios en el mercado internacional. De esta forma, empeora todavía más el desabastecimiento y la mala asignación de los recursos.
Aunque pueda parecer contraintuitivo, no hay mejor herramienta contra la escasez que genera la pandemia que los precios de mercado. Si el Estado no impide que el precio de mascarillas, guantes, geles desinfectantes o test de diagnóstico aumente debido al incremento de la demanda, estas tres consecuencias negativas se revertirán. A corto plazo, los consumidores que menos necesidad tengan de adquirir esos productos reducirán sus compras, dejando las escasas existencias para aquellos que tengan una mayor necesidad (entre otros, el Estado para proveer al sistema público o a personas identificadas como prioritarias).
No hay mejor herramienta contra la escasez que genera la pandemia que los precios de mercado
Pero además, a largo plazo, esos mayores precios incentivarán el aumento de producción de esos bienes, tanto por parte de los productores existentes como incluso de otros agentes que puedan aprovechar los medios a su disposición para empezar a producirlo, aun asumiendo costes mayores. Este fenómeno hará que, con el tiempo, aparezca nueva producción que vuelva a hacer bajar el precio a medida que logre satisfacer esa nueva demanda.
En conclusión, una buena política que podría aplicarse para combatir las consecuencias de la pandemia sería permitir que los precios recojan los cambios en la oferta y la demanda. Sin embargo, los prejuicios ideológicos de nuestros gobernantes suelen ser motivo suficiente para imponer malas políticas económicas como la fijación de precios máximos, aun cuando solo sirva para empeorar los problemas. Todo parece indicar que el actual gobierno de España no se va a quedar atrás a la hora de anteponer sus prejuicios ideológicos al bienestar de la población.
*** Ignacio Moncada es economista, analista financiero y miembro del Instituto Juan de Mariana.