La emergencia sanitaria, económica y social provocada por el Covid-19 está mostrando a los ciudadanos la estrecha relación entre la I+D+I y la salud pública. Estamos viendo en directo cómo la ciencia aporta conocimiento sobre el virus.
Los expertos modifican sus recomendaciones y estrategias de intervención a medida que saben más sobre la enfermedad. Esto a veces sorprende a quienes no están familiarizados con el método científico, pero es así como avanza el conocimiento.
En los últimos meses hemos prestado a la ciencia más atención que nunca. Hemos vivido de cerca sus logros, pero también sus limitaciones, y sus exigencias en tiempo y recursos.
Es verdad que, en general, la sociedad venía mostrando respeto por la actividad investigadora, pero cuando ese apoyo abstracto e indefinido ha topado con una necesidad concreta, han aflorado las debilidades. Hemos comprobado que el sistema requiere de sólidos fundamentos organizativos y financieros, así como de una imbricación clara en el modelo social y productivo.
Hemos aprendido que las necesidades que tradicionalmente fiábamos al largo plazo pueden precipitarse en cualquier momento. Ahora sabemos, además, que lo que ha pasado volverá a pasar y que nuestro deber es llegar mejor preparados a la próxima pandemia.
Cabría esperar que la suma de todos estos aprendizajes nos hubiera hecho entender, por fin, que el conocimiento científico no es un lujo ni un capricho, sino que está ligado a nuestra calidad de vida, a nuestra supervivencia.
Entre las razones para el optimismo cabe destacar la respuesta mayoritariamente responsable de la población ante la necesidad de confinamiento y otras medidas de prevención sanitaria.
Todo ello es, en sí mismo, una muestra de confianza en el conocimiento. También lo ha sido el apoyo ciudadano a las múltiples iniciativas de lucha contra el virus que han surgido desde el sistema español de innovación.
¿Asistimos quizá a una nueva era ilustrada, que traerá generosas inversiones públicas y privadas en I+D+I? Si recurrimos a la principal fuente de conocimiento, la experiencia, nos vemos obligados a considerar el pesimismo. Analicemos lo que ocurrió en la pasada crisis, la que empezó en 2008.
Mientras los países más desarrollados de nuestro entorno respondían a la recesión multiplicando su inversión en conocimiento, en España aplicamos fuertes recortes. Perdimos todo el terreno que habíamos recuperado con respecto a Europa durante la primera década del siglo.
Ni siquiera la llegada de la ansiada recuperación económica devolvió a la I+D+I a la senda del crecimiento. Sólo en los últimos años hemos vuelto a crecer, unas décimas, lo justo para volver a los niveles de inversión respecto al PIB que ocupábamos diez años atrás.
¿Volveremos entonces a cometer el error de interpretar el conocimiento como un gasto prescindible, en lugar de como la mejor solución? Necesito pensar que esta vez no.
A diferencia de lo que pasó con la crisis anterior, cuyo impacto se cebó en los más débiles, el virus se extiende globalmente, sin distinguir entre clases sociales. Nadie está ahora libre de amenaza. Esta fragilidad compartida debería unirnos, cambiar nuestras prioridades. No es necesario que la pandemia nos haga mejores personas -dudo que esto suceda-, basta con que nos vuelva más conscientes.
En cualquier caso, cambiar recortes por inversiones no bastará a nuestra ciencia. Debemos también repensar nuestra forma de organizarnos, de gestionar los recursos disponibles, de priorizar las inversiones con dinero público. Solo así convertiremos nuestro enorme potencial en una respuesta más rápida y eficaz.
Si la crisis abre una oportunidad para que la sociedad sea más sensible con la ciencia, es justo pedir reciprocidad. El conocimiento no puede aislarse en laboratorios y en cátedras, debe estar en contacto con la sociedad, con la realidad inmediata, a veces, acuciante.
No me refiero sólo a divulgar y comunicar, en lo que hemos avanzado mucho en los últimos años, sino a fomentar la asesoría científica a políticos y administraciones, la cooperación científica al desarrollo, así como la participación de la ciencia en tantos otros ámbitos que no forman parte ahora de lo que prioriza o incentiva el mundo académico.
España es uno de los doce países que más y mejor ciencia produce en el mundo. Formamos además investigadores que son demandados en los mejores laboratorios internacionales. Somos líderes en producción de conocimiento.
Sin embargo, en los rankings de productividad, competitividad e innovación bajamos demasiados puestos. Este indicador, que tradicionalmente ha sido un lastre para nuestra economía y nuestro avance social, en la situación actual explica también por qué no somos capaces de explotar todo nuestro potencial. Señala un grave déficit de organización.
Organizarse mejor implicará también, y esto tampoco será sencillo, combatir la atomización, fomentar alianzas, crear redes de colaboración, provocar la cooperación entre instituciones. A diferencia de lo que solemos creer, nuestras empresas y grupos de investigación no son menos productivos que los de los países líderes, simplemente suelen ser más pequeños.
A igualdad de tamaño, nuestra productividad es la misma o, a menudo, superior. Acostumbramos a desaprovechar talento y recursos en proyectos pequeños. Esta crisis ha mostrado que de esa forma también desperdiciamos capacidad y rapidez de respuesta.
Uno de los ámbitos que mejor venía desarrollándose en nuestro país, el de los fondos de capital riesgo para apoyar el crecimiento de empresas procedentes de universidades y centros de investigación, puede verse gravemente afectado por las restricciones a inversión no europea en nuestras empresas.
España es uno de los doce países que más y mejor ciencia produce en el mundo
Si queremos que los proyectos de investigación españoles candidatos a desarrollar una vacuna lleguen a la sociedad, debemos incentivar -en vez de bloquear- la entrada de inversores internacionales. La realidad es tozuda y la gran industria farmacéutica, por desgracia, no está en la Unión Europea.
Una última necesidad de organización apela a la obligación de ampliar el foco y no quedarnos solo con lo inmediato. La ciencia y la tecnología van a desarrollar vacunas, kits de diagnóstico y tratamientos que cubrirán necesidades sanitarias, al tiempo que generarán riqueza económica.
La apuesta por el conocimiento no debe detenerse ahí. Es necesario extender la mirada cuanto antes a muchas otras necesidades que está provocando la pandemia, en sectores además que son clave para nuestra economía, como el turismo, la hostelería, la construcción, el transporte o la cultura.
Avancemos hacia una ciencia más comunicativa, más cooperativa, más traslacional. Son tres facetas de una visión poliédrica y social que reivindica el poder del conocimiento científico sin esconder sus debilidades. No es una herramienta perfecta, pero es la mejor que tenemos para superar los desafíos complejos, también el de esta pandemia. Y la superaremos.
*** Cristina Garmendia es presidenta de la Fundación Cotec para la innovación.