Estamos en una profunda recesión que dispara el déficit y la deuda pública. Se reavivan los debates sobre la sostenibilidad fiscal y sobre cómo podrían los gobiernos reducir las ominosas ratios de deuda sobre PIB. Resurge el mito de que la inflación puede ser la solución. Pero en las últimas décadas todas las reducciones sostenidas de la deuda se produjeron cuando la inflación era baja. La solución es otra: la "represión financiera".
Como concepto general, la subida de los precios mejora la capacidad de repago de la deuda para aquellos que ingresan más de lo que gastan, y si su interés es fijo o sube menos que la inflación. Esto se aplica al agregado de hogares y empresas, que se da por hecho que devolverán sus deudas para no perder el acceso al crédito.
Pero ese enfoque no es válido para las administraciones públicas. El primer motivo y más obvio es que el déficit crece con la inflación. Es matemática simple que si uno gasta más de lo que ingresa (de ahí el déficit) y ambas variables crecen en la misma proporción (la inflación), el agujero se hace más grande.
El primer motivo y más obvio es que el déficit crece con la inflación. Es matemática simple
Esto es aún más cierto en el mundo desarrollado, cuyo gasto público está más ligado a los índices de precios que los ingresos. Pocos son los países que no revisan cada año las pensiones y salarios de funcionarios conforme al IPC pasado o previsto.
Hay muchos impuestos fijos (como tabaco y combustibles) o que dependen del valor de los activos inmobiliarios y financieros, tan solo vagamente relacionados con la inflación.
El otro gran motivo es que el coste de la deuda pública sí que sube si se disparan los precios. Nadie que lo haya pensado por un momento espera que la deuda pública se devuelva, tan solo que se renueve a perpetuidad. Los tesoros acuden constantemente a los mercados a emitir deuda, sea para cubrir el nuevo déficit o para refinanciar la que vence. Y las condiciones se endurecen si la inflación se descontrola.
Una vez que se "saca al genio de la botella", se desatan algunas dinámicas que convierten la inflación en impredecible. Los acreedores comienzan a exigir una prima adicional por el riesgo de que el valor real del capital que presten a los gobiernos merme porque el tipo de interés se haya quedado por debajo del IPC. Históricamente esa prima supera el 1% y, si la inflación persiste, acaba encareciendo no solo la nueva deuda sino toda la emitida.
Si la inflación no reduce la relación entre deuda y PIB, para hacerla sostenible no queda otro remedio que aumentar los impuestos. Pero en un mundo abierto, una presión fiscal excesiva puede ser sorteada por empresas e inversores con relativa facilidad y puede crecer la economía sumergida. Hay una forma más sutil pero igualmente efectiva de hacer sostenible la deuda pública: deprimir los intereses que se pagan a sus tenedores.
Si la inflación no reduce la relación entre deuda y PIB, para hacerla sostenible no queda otra que aumentar los impuestos
La llamada "represión financiera" consiste en que los inversores (sean particulares, institucionales o bancarios) sean obligados a recibir en sus activos de bajo riesgo un tipo de interés inferior al que fijaría libremente el mercado. Esto se logra con el banco central imponiendo tipos inferiores a la inflación y haciendo que la regulación cree "compradores cautivos" de esa deuda para cumplir sus coeficientes de liquidez y solvencia.
Prestar gratis o a tipos negativos al Gobierno es una forma de impuesto. Una masiva transferencia de riqueza de los acreedores a los deudores. Y los mercados poco pueden hacer para esquivarla, o para castigar a los Gobiernos por ella. Pero no debe combinarse con más inflación, porque entonces serían solo los sectores privados los que sufrirían su prima de riesgo. Basta con perpetuar ese "impuesto invisible sobre el patrimonio" haciendo que el coste de la deuda pública converja al 0% (como ya sucede en Japón y el norte de Europa) para hacer sostenible la deuda.
*** Roberto Scholtes Ruiz es director de Estrategia de UBS en España.