Siempre he sido muy escéptico sobre la capacidad de los impuestos para redistribuir la renta, mejorar la desigualdad o reducir la pobreza. El sistema fiscal debe ser lo más sencillo posible, y manteniendo una cierta progresividad, maximizar la recaudación a través de un cumplimiento masivo de las obligaciones fiscales.
Por el contrario, creo que la redistribución debe llevarse a cabo a través del gasto público: un buen sistema público de salud, una educación pública de calidad, ayudas a la dependencia, políticas activas de empleo e inversión destinada a mejorar la igualdad de oportunidades (personas con discapacidades, formación dual, acceso a idiomas, investigación, digitalización, apoyo a los emprendedores sin capital...).
Todo ese gasto público, pese a ser compatible con la eficiencia económica y el crecimiento a largo plazo, a veces no resuelve el problema de la aparición de bolsas de pobreza en las economías occidentales y que, además, suelen tener carácter permanente. La existencia de estas bolsas de pobreza es difícilmente tolerable en sociedades con un nivel de bienestar elevado.
Por eso han surgido iniciativas que garanticen una renta mínima a todos los ciudadanos, por encima de ese nivel de pobreza. La forma más sencilla y más debatida es la de una renta básica, que reciban todos los ciudadanos por el mero hecho de serlo, de forma incondicional.
Al recibir todos los ciudadanos la misma cantidad fija (supongamos unos 6.000 euros al año), esquemas de este tipo son fuertemente progresivos, pues a los ciudadanos sin rentas o rentas muy bajas, les supondrá un fuerte incremento de sus ingresos, mientras que, para ciudadanos de renta elevada, este “cheque” adicional apenas supondrá un cambio sustancial.
Esquemas de este tipo son, por tanto, muy efectivos para combatir la pobreza, pero al lector no se le escapa que presentan dos problemas que están relacionados inversamente: un problema de costes y un problema de incentivos.
El problema del coste es evidente: por ejemplo, 6.000 euros al año para cada español supondrían unos 280.000 millones de euros anuales, en torno a un 24% del PIB. Incluso recortando la percepción a la mitad para los menores de 16 años, la factura anual ascendería a casi el 20% del PIB. Un coste difícilmente asumible, pues este ingreso no debería sustituir a ninguno de los gastos mencionados al principio de este artículo, sino a complementarlo.
El problema de incentivos supone que los ciudadanos cambien sus decisiones de oferta de trabajo o de ahorro, introduciendo distorsiones en la asignación de los recursos. Existe bastante consenso en que, si esta renta básica fuera universal e incondicional, el problema de incentivos sería muy pequeño o nulo, pues todo el mundo recibiría la misma cantidad independientemente de su status: ocupado, inactivo o parado, nivel de renta, horas trabajadas, etc. Y no debería cambiar sus decisiones por el mero hecho de recibirla.
En el Gráfico 1, presento la curva de costes e incentivos asociada a diferentes esquemas de posibles prestaciones. El punto A es el que corresponde con una situación donde no hay problemas de incentivos, pero en el que el coste de la renta básica es máximo. Al recibir todo el mundo la misma renta adicional, para cada ciudadano tomado individualmente no existiría ningún incentivo a cambiar su situación de partida.
Ese es el punto que correspondería a la Renta Básica Universal (RBU), es decir, la percepción de una renta generalizada e incondicional. Sin embargo, dado el coste inasumible de este esquema, la reacción lógica es ir poniendo condiciones para poderla percibir. Y es ahí donde surgen los problemas de incentivos. Por ejemplo, si se reciben sólo por debajo de una renta determinada, el perceptor que se encuentra en el margen podría renunciar a su trabajo o a ocultar su renta para no perder la prestación.
Poniendo fuertes condiciones a los perceptores llegaríamos a un punto como el B, en el que el coste de implantar la prestación es asequible, pero habrá problemas de incentivos que podrían hacer inefectiva la medida en su objetivo de reducir la pobreza. Porque si la prestación reduce la “oferta de trabajo efectiva”, podría elevar los costes para las empresas y elevar la tasa de paro “estructural” y el desempleo de larga duración.
Una opción intermedia es partir de un sistema inicial, por ejemplo, el C y, si se descubre que el coste es asumible, los sucesivos gobiernos deberían tratar de moverse a lo largo de la curva hacia arriba, para reducir el problema de incentivos sin poner en peligro la sostenibilidad fiscal a largo plazo. Por el contrario, si el coste es inasumible dada una presión fiscal, los sucesivos gobiernos buscarán moverse en la dirección contraria, hacia abajo a lo largo de la curva. Se contendrá el gasto con medidas de condicionalidad o sustitución, pero ello hará que empeore el problema de incentivos y que aumente el malestar social de los que sientan algún tipo de agravio comparativo.
El Ingreso Mínimo Vital
El Gobierno ha decidido adelantar la puesta en marcha de uno de sus acuerdos de gobierno, el Ingreso Mínimo Vital (IMV), como una prestación no contributiva de la Seguridad Social que, en función de la tipología del hogar cubriría el rango 5.500 12.200 euros al año. Pero, al haberlo hecho en plena pandemia del Covid19, en su valoración se mezclan los argumentos de carácter estructural, como los descritos en la curva anterior, con la imprescindible ayuda de emergencia a todos los hogares vulnerables que han sufrido una pérdida completa, aunque transitoria, de renta como consecuencia de la paralización de la actividad económica.
En términos estructurales, de vuelta al diagrama, el Ingreso Mínimo Vital pretende situarse en un punto cercano al C, es decir alcanzar un coste razonable, de unos 3.000 millones al año, al modelizarse como un “complemento de renta” (no una renta adicional), estar dirigido sólo a 850.000 hogares (un 4,5% del total de hogares, un 4,9% del total de la población) y para los que se fijan restricciones que minimicen problemas de incentivos.
Por ejemplo, será compatible con rentas salariales, aunque con límites tanto de cuantía como temporales. También habrá incentivos para el empleo en forma de “bonus” para los que empiecen a trabajar o aumenten las horas trabajadas. Además, los perceptores sólo podrán ser trabajadores en activo, bien ocupados con una renta muy baja, para los cuales el IMV actúa como un complemento salarial o parados sin prestación, para los que el IMV actúa de prestación sustitutoria.
Al estar dirigido al hogar, y no directamente a la persona, el IMV modula las condiciones familiares de los perceptores (número de hijos, si el hogar es monoparental o no, patrimonio o renta de otras personas del hogar, etc.). Pero pueden aparecer otros problemas de incentivos. Incentivos al empleo de aquellos que ya trabajan por debajo del umbral garantizado por el IMV.
E incentivos a tratar de ocultar parte de la renta para ser elegible para la prestación. Ello haría que la economía sumergida se elevara, de forma, que se mantuviera una remuneración “en B” para mantener o iniciar la precepción de la prestación “en A”. Eso sería un mal resultado a medio y largo plazo del IMV, pues el objetivo de cualquier sistema fiscal debería ser el maximizar el cumplimiento de todos los ciudadanos. Y podría empañar el indudable resultado, exitoso, de reducir la pobreza en nuestro país.
El Grafico 2 presenta el impacto sobre el nivel de pobreza de este IMV, según los datos públicos presentados por el gobierno. El ingreso mediano de los beneficiarios es 310 euros, es decir un 50% de los hogares que van a percibir dicha prestación no llega a esa renta mensual, que es la cuarta parte del ingreso mediano nacional. El impacto sobre la pobreza sería indudable.
Beneficiarios del Ingreso Mínimo Vital
Sin embargo, según la última EPA, el número de hogares con todos sus miembros en paro asciende a 1,074 millones. Ello arroja dudas sobre qué prestaciones van a recibir esos 200.000 hogares aparentemente no cubiertos por el IMV. Además, al quedar excluidos de la prestación los inactivos y los trabajadores de la economía sumergida, precisamente por el problema de incentivos mencionado anteriormente, queda la incógnita de si todas las bolsas de pobreza se verán efectivamente reducidas.
Este problema puede ser grave para los afectados por el confinamiento. Hemos visto a muchos de ellos hacer colas en la calle para recibir una bolsa de alimentos de asociaciones de vecinos.
El diseño del IMV presenta, además, problemas de armonización con los sistemas de rentas mínimas que ya existen en muchas CCAA. Lo ideal sería que el resultado final de la prestación tratara por igual a todos los españoles, una vez ajustada por paridad de poder de compra, independientemente de la región a la que pertenezcan. Para ello se debería evitar el solapamiento de las prestaciones de las distintas CCAA.
Todos estos problemas de diseño pueden considerarse “técnicos”, pero no son menores. Tampoco lo es su encuadre presupuestario. Sin haber presupuesto y con el brutal aumento de gastos y pérdida de ingresos derivados del confinamiento ¿verán con buenos ojos en Bruselas este aumento estructural del gasto? Se ha insistido en no escatimar los gastos, pero siempre que sean puntuales, asociados a la lucha contra las consecuencias de la pandemia y a la reconstrucción. ¿Encaja el IMV en estas directrices?