Una de las pocas cosas que tengo claras sobre el coronavirus (Covid-19) es que la salud no es la única variable en la ecuación de la pandemia. Aunque esta semana hemos sabido que las medidas de confinamiento impuestas en España han evitado unas 450.000 muertes, también sabemos que paralizar la economía de forma prolongada podría dar lugar a una de las mayores crisis de la historia. Así que, mientras los países avanzan en sus desescaladas, los investigadores del Imperial College de Londres (Reino Unido) señalan que este tipo de "intervenciones deben mantenerse de forma continua para mantener la transmisión bajo control".
Es decir, debemos decidir entre seguir encerrados, vivos y tal vez pobres, o volver a salir a disfrutar y trabajar con el riesgo de que el sistema sanitario colapse otra vez. Esta compleja situación solo puede responderse encontrando un punto medio entre ambos extremos. Y para poder dar con ese punto medio resulta imprescindible imponer medidas de control. Pero dichas medidas también deben tener su propio equilibrio, el de mantener a baja la tasa de contagios al tiempo que se garantiza la privacidad de las personas.
Si aspiramos a conservar nuestro Estado de derecho, hay líneas rojas que no debemos cruzar. Por eso, aunque apoyo las aplicaciones para rastrear posibles contactos de coronavirus, jamás aceptaría los modelos obligatorios que identifican a los usuarios y registran su ubicación exacta, como los que se han lanzado en países como China (cuyo Gobierno lleva años utilizando la tecnología para vigilar a sus ciudadanos de formas impensables en cualquier país que se considere democrático).
Debemos decidir entre seguir encerrados, vivos y tal vez pobres, o volver a salir a disfrutar y trabajar
Pero esta no es la única medida para controlar la pandemia que podría convertirse en una amenaza para la privacidad. Uno de los ejemplos más claros es el control de la temperatura. A simple vista, detectar si una persona tiene fiebre o no parece algo inofensivo. Sin embargo, la "toma de temperatura supone una injerencia particularmente intensa en los derechos de los afectados", según advirtió recientemente la Agencia Española de Protección de Datos (AEDP).
Primero: el hecho de que una persona tenga fiebre no significa que esté contagiada de coronavirus. A esto hay que sumar que algunos enfoques tecnológicos basados en escáneres, por supuesto, pueden fallar. El resultado sería que personas sanas o con dolencias no preocupantes perderían su derecho a ir al trabajo, a la escuela o a viajar.
También es prácticamente imposible que el proceso se realice de forma 100% anónima, lo que podría dar lugar a formas de discriminación social. Si en las épocas más graves de la pandemia fuimos testigos de agresiones racistas a personas de ascendencia asiática por el mero hecho de serlo, cabe preguntarse qué pasaría si un compañero de trabajo desalmado presenciara cómo mandan a otro a casa por tener fiebre.
La AEDP reconoce que, en situaciones excepcionales como una pandemia, el interés vital de cualquier persona para evitar un contagio debe primar sobre el tratamiento de los datos personales. Del mismo modo, las empresas que quieran retomar su actividad deben velar por garantizar la integridad de sus trabajadores. Así que, en cuestión de coronavirus, la balanza se inclina hacia la protección de la salud.
Pero no es algo que deba hacerse a cualquier precio, hay formas y formas. No es lo mismo un escáner o termómetro que únicamente registra la temperatura de forma anónima que una videocámara que, mientras lo hace, también identifica a la persona y guarda un registro con la información. Bajo este segundo enfoque, las compañías estarían manipulando una serie de datos de salud especialmente sensibles sobre las personas que, si se gestionan de forma incorrecta, podrían convertirse en otra herramienta de discriminación y desequilibrar la relación de poder entre el trabajador y la empresa.
El control de la temperatura es solo un ejemplo del amplio abanico de medidas que se están planteando y de los riesgos que suponen si no se aplican correctamente. También se plantean alternativas bastante más respetuosas, como los sensores para detectar la presencia del virus en aguas residuales, que simplemente alterarían de ubicaciones con posibles brotes sin identificar a nadie. Pero lo cierto es que la mayoría, como las tarjetas de acceso a entornos laborales con sistemas de localización, supondrían la vigilancia constante de los trabajadores.
Nuestra experiencia en los aeropuertos tras el 11-S es un buen recordatorio de que, cuando cedemos un derecho en nombre de la seguridad, resulta muy difícil volver a recuperarlo. Aunque la prioridad actual es volver a la 'normalidad' sin provocar un rebrote, no es algo que deba hacerse a cualquier precio. Si no encontramos el equilibrio entre salud, economía y privacidad, nos arriesgamos a acabar sumidos en un 'Gran Hermano' en el que estaremos vivos y tendremos trabajo, pero seremos perpetuamente controlados.