La pandemia por el coronavirus ha originado una carrera mundial sin precedentes para encontrar cuanto antes una solución terapéutica, en forma de tratamientos y de vacunas.
El resultado es sorprendente, tanto por el volumen de investigaciones como por el corto espacio de tiempo en el que se han iniciado. Apenas tres meses después de conocerse los primeros datos sobre el virus, hay en marcha cerca de mil ensayos clínicos sobre la enfermedad, más de 130 medicamentos están en fase de pruebas y hay más de 120 proyectos de vacunas en investigación.
Todo el mundo, literalmente, tiene la mirada puesta en este esfuerzo inédito, en el que cooperan compañías farmacéuticas entre ellas y con instituciones públicas de investigación y que aportará una solución a la crisis sanitaria, pero también –y no menos importante- a la crisis económica.
Nuestras vidas y nuestra economía se normalizarán realmente cuando recuperemos la confianza, y esto será posible cuando dispongamos de medicamentos y vacunas eficaces.
Por eso es el momento de recordar que esta carrera científica no habría sido posible sin la existencia durante años de un marco regulatorio predecible, basado en las leyes de propiedad industrial y en la existencia de patentes a nivel mundial para estimular y proteger la innovación.
Las medidas de protección industrial ofrecen garantías a las compañías que investigan y desarrollan nuevos medicamentos de que, si uno de sus fármacos innovadores es finalmente aprobado y llega a los pacientes, contará con un plazo adecuado para tratar de recuperar la inversión realizada y generar recursos que puedan ser reinvertidos en nuevos proyectos de investigación.
Esto es de vital importancia en la investigación en medicamentos, por el alto coste en recursos y tiempo y el elevado riesgo que implica. Poner un fármaco a disposición de los pacientes necesita 10-12 años de trabajo y 2.500 millones de dólares, y apenas uno de cada 10.000 compuestos en investigación llegará un día al mercado.
Esta carrera científica no habría sido posible sin la existencia de un marco regulatorio predecible.
A esta realidad hay que sumar que sólo tres de cada diez medicamentos comercializados recuperan la inversión realizada, por los citados altos costes, la fuerte competencia y la especificidad de los tratamientos, cada vez más orientados a perfiles concretos de pacientes, entre otras cuestiones.
El informe internacional de la consultora Deloitte Ten years on. Measuring the return from pharmaceutical innovation 2019 así lo constata. Esta consultora evalúa anualmente desde hace diez años el rendimiento de la innovación en el sector biofarmacéutico a partir de la evolución de la cartera de medicamentos en sus últimas fases de I+D de un conjunto de compañías farmacéuticas líderes de todo el mundo.
El estudio sostiene que actualmente el retorno esperado de la inversión en I+D de nuevos medicamentos para los laboratorios se sitúa en apenas un 1,8%, el registro histórico más bajo de la última década. Y añade que esta rentabilidad acumula un descenso de 8,3 puntos porcentuales desde 2010, cuando el primer estudio constató una rentabilidad del 10,1%.
En las últimas semanas se están alzando voces contrarias a este círculo virtuoso de la propiedad industrial y están equivocadas por dos razones fundamentales. La primera es que poner ahora en duda el marco de propiedad industrial crearía incertidumbre y enviaría un mensaje equivocado a las compañías farmacéuticas que están arriesgando grandes inversiones para intentar hallar en el menor tiempo posible un tratamiento para los pacientes con Covid-19 y una vacuna eficaz, así como un esfuerzo, también económico, para abordar el desafío paralelo: tener capacidad para producir con rapidez miles de millones de dosis de la esperada vacuna.
Y, en segundo lugar, porque la industria farmacéutica se ha comprometido a nivel mundial desde el inicio de la crisis sanitaria a que habrá una distribución equitativa y a precio asequible tanto de las vacunas como de los tratamientos que se demuestren eficaces. Así lo reafirmó la Federación Internacional de la Industria Farmacéutica (Ifpma), a la que pertenece Farmaindustria, al unirse como socio fundador a la alianza ACT Accelerator, liderada por la Organización Mundial de la Salud (OMS). El objetivo es nadie se quede sin su medicamento o vacuna.
Poner en duda el marco de propiedad industrial crearía incertidumbre y enviaría un mensaje equivocado a las farmacéuticas que están investigando.
No hay garantía de éxito, ya que pocos tratamientos e incluso menos vacunas pueden resultar seguros y eficaces. Sin embargo, la cantidad de recursos científicos y económicos movilizados animan a ser positivos.
Este nivel de riesgo sería imposible sin el ecosistema de innovación basado en la protección de la propiedad intelectual, por lo que ahora es más importante que nunca entender que las patentes no son un obstáculo, sino una ayuda para terminar con el coronavirus.
*** Humberto Arnés es director general de Farmaindustria