Esta mañana, un médico me contaba que el virus que provoca el covid19, al igual que todos los virus, tiene como objetivo sobrevivir. Eso implica que, imaginando que los virus tuvieran intencionalidad y emociones, al coronavirus no le interesa lo más mínimo arrasar España.
Su propio interés le lleva a no ser 100% letal, porque, en ese caso, se extinguiría. ¿De qué iba a vivir si acaba con todos los posibles huéspedes? Eso explica que los virus más exitosos (desde su particular perspectiva) son los que aprietan pero no ahogan, mutan, se vuelven menos letales pero más duraderos. Se hacen sostenibles. Y eso quiere decir que, hasta que no encontremos una vacuna y haya “historial” y experiencia en los que apoyarnos para tratarlo, estamos expuestos a sus efectos, que tampoco conocemos del todo.
Esta historia, tan real como terrible, sirve para entender perfectamente la importancia de la sostenibilidad para todos los seres vivos. También para nosotros, los seres humanos.
Los economistas educados en el largo plazo conocemos lo que implica mirar los problemas atendiendo a la sostenibilidad. Los economistas educados en el corto plazo, por el contrario, siempre van a intentar solucionar el problema aquí y ahora, sin considerar qué pasa después. Lo ideal es seguir el consejo de mi profesor de auto-escuela: “Mira cerca con un ojo y lejos con el otro”.
Sin embargo, desde que Lord Keynes afirmó que en 100 años todos estaremos muertos, cada vez más economistas se han apuntado al club de los cortoplacistas.
Tuvo que aparecer la moda ‘verde’ para concienciarnos de que hay un más allá, después del hoy, y que la economía no puede enfocarse en matar a la gallina de los huevos de oro, sino en que los huevos de oro se consuman durante el máximo tiempo posible.
La respuesta es muy obvia y muy simplona: el político tiene que pactar con contrapartes enfrentadas, y ha de contentar a todos para ser reelegido
Siempre sonrío cuando recuerdo que, en los años 60, se conocía como ‘revolución verde’ al uso extensivo de fertilizantes y componentes químicos en la agricultura, que permitieron que el campo español tuviera, al fin, un poco de oxígeno para sobrevivir mejor. Todo eso es agua pasada. Ahora la revolución verde consiste en dejar de usarlos.
Solucionar los problemas económicos del presente más inmediato es algo muy importante. Pero, no combinar esa perspectiva con la visión a largo plazo es, sin lugar a dudas, suicida.
Los fundamentos de la riqueza, aquello que permite que se genere, se van deteriorando y, cuando nos vamos a dar cuenta, nos encontramos con una estructura de la producción y un sistema económico, rígidos e inasumibles. Eso es lo que sucede en nuestro país, al menos, en parte.
El mercado de trabajo, la educación, los hábitos de consumo, de ahorro, de inversión, la cultura de la competencia, tan necesaria para salir a los mercados internacionales: todo eso está desbaratado por la aplicación sistemática de políticas económicas cortoplacistas. ¿Por qué ese afán sabiendo en lo que desemboca? Porque la inmediatez es electoralista.
Y, como sabemos, desde hace lustros vivimos en una permanente campaña electoral. De manera que las declaraciones y gestos de los diferentes partidos políticos forman parte del teatro de las próximas elecciones. Como para fiarse. Por la propia esencia de la política económica, algunas medidas del club cortoplacista no sólo no han tenido el efecto esperado, sino que han sido contraproducentes. En el mejor de los casos, han resuelto el problema pero con efectos secundarios perniciosos.
No estamos asistiendo a una lucha de norte contra sur, ricos contra pobres, ni nada parecido
Por eso, soy una firme defensora del largo plazo. Hay que pensar en las consecuencias de nuestras acciones. En eso consiste la responsabilidad que es consustancial a la libertad. Y, si eso es cierto en el caso de los individuos, en general, ¿por qué no lo es cuando el individuo se dedica a la política económica?
La respuesta es muy obvia y muy simplona: el político tiene que pactar con contrapartes enfrentadas, y ha de contentar a todos para ser reelegido. Eso le lleva a ceder siempre en aquello que puede posponer. Es decir, en aquello que puede endilgarle al que venga.
Pero, tratemos de mirar la sostenibilidad económica en nuestros días. Hoy, leía un titular en un periódico inglés, en el que se afirmaba que se está empezando a calentar la economía europea y que, probablemente, a finales de año, la Unión Europea superará económicamente a Estados Unidos.
¿En serio alguien está mirando eso? ¿No tenemos bastante con afrontar el colapso comercial, turístico y financiero? Porque, los diferentes países afectados de nuestro entorno piden ayudas para frenar la sangría particular de cada cual, pero si, como parece que va a suceder, esas ayudas recaen en los hombros de la banca, y la banca se resiente, la financiación de nuestra actividad económica se va a ver comprometida.
No se me ocurre que nadie en su sano juicio pueda perseguir este objetivo. Y, sin embargo, los hay que reclaman exactamente eso: descargar el peso de las ayudas en la banca.
La supervivencia de nuestro club europeo implica que las ayudas otorgadas a cada país no minen la capacidad de generar riqueza de estos países, pero tampoco la de los países de donde procede el monto principal de esas ayudas.
No estamos asistiendo a una lucha de norte contra sur, ricos contra pobres, ni nada parecido. Estamos calibrando si matamos la gallina de los huevos de oro o si pensamos dos veces qué tipo de ayudas necesitamos, para que nuestra sociedad sea económicamente sostenible.
Para eso, es imprescindible un baño de responsabilidad, valentía política, y visión de futuro. Y, sobre todo, hace falta olvidarse de las próximas elecciones. La alternativa puede ser olvidarse de la Unión Europea y regresar al nacionalismo económico previo. Y eso no es bueno ni económica ni políticamente.