El cierre del grueso de la generación de electricidad a partir de carbón es ya un hecho. Ha llegado el momento tan esperado para muchos –y tan temido para otros– en el que las centrales térmicas dejarán de producir energía y tendrán que enfrentarse a un proceso no especialmente sencillo de cierre y reconversión de los territorios donde se han asentado durante décadas.
De esta forma, España pisa el acelerador con respecto a los socios comunitarios a la hora de materializar la descarbonización de la economía y anticiparse a una ambición climática cada vez mayor por parte de la Unión Europea.
La desaparición del carbón es algo más que una mera sustitución de fuentes de energía. Significa el fin de un modelo industrial particularmente relevante en zonas de España que han vivido desde finales del siglo XIX de la explotación, distribución y transformación de carbón, pero que no viene de ahora.
El proceso de reducción y posterior desmantelamiento de la generación térmica empezó hace años, en paralelo a la introducción de las energías renovables. Tomando como punto de partida el año 1990 (año que se toma como referencia en la reducción de emisiones a nivel europeo) la potencia instalada en Península de carbón ha pasado de ser la segunda fuente más importante de energía sólo por detrás de la hidroeléctrica (pesando el 24,5%) a suponer menos del 9% según los últimos datos de Red Eléctrica de España.
Sin embargo, en el mismo período, la potencia instalada de eólica y solar ha pasado del 0% en 1990 al 35% en 2020. Uno es, por tanto, una imagen especular del otro.
La desaparición del carbón es algo más que una mera sustitución de fuentes de energía. Significa el fin de un modelo industrial
Este camino está sin duda marcado por la combinación de dos palancas: por un lado, la dinámica de mercado donde es notable el encarecimiento de la extracción, transporte y transformación de un carbón nacional cada vez más escaso y más difícil de extraer (hasta el punto actual de que la mayor parte del carbón que se quema es importado), con un precio creciente de los derechos de emisión de CO2 y la competencia cada vez mayor de un gas barato y, por otro lado, el impacto de las políticas energéticas y medioambientales regulatorias y fiscales.
En este sentido, ya hace décadas había una visión clara de que era urgente una reforma en profundidad de este segmento del sistema energético nacional, debiéndose buscar alternativas tanto tecnológicas como económicas, pero bajo una fuerte dialéctica entre 'ganadores' y 'perdedores'.
Ante la disyuntiva entre asumir los costes del cambio minimizando a largo plazo el coste de transición o cubrir con dinero público dichos costes aunque esto supusiera maximizar la factura total a largo plazo, las diferentes administraciones públicas que se fueron sucediendo en el tiempo prefirieron lo segundo a lo primero.
Así, el balance de tres décadas de financiación vía fondos tanto nacionales como europeos para la reconversión del sector se ha saldado con una factura cercana a los 30.000 millones de euros y con numerosos problemas tal como advirtió en su último informe el Tribunal de Cuentas al respecto del programa de reactivación de las cuencas mineras que dejó durante 2006 a 2017 1.800 millones.
Optar por la vía menos costosa política y socialmente a corto plazo, además de acumular un enorme coste económico a largo plazo, genera un entorno de empresas zombies, las cuales podrían desempeñar otra labor mucho más rentable y acorde al signo de los tiempos pero que prefieren seguir acogidas a eternos planes de reestructuración.
Optar por la vía menos costosa política y socialmente a corto plazo, además de acumular un enorme coste económico a largo plazo, genera un entorno de empresas 'zombies'
Éste es, por tanto, el principal riesgo ante la necesidad de reconversión de las zonas afectadas por los cierres tanto de la minería del carbón como de las centrales térmicas. Si persiste el enfoque de la 'cobertura de costes' con recurso a planes europeos y no prima la necesidad de un gran cambio industrial hacia fuentes de generación limpia y procesos de producción aprovechando la riqueza económica y natural ya existente en cada zona, existe un riesgo enorme de zombificar zonas enteras del territorio nacional que vivirán permanentemente de luchar por fondos que les permitan vivir.
Pero para poder hacer esta transición 'ordenada' y 'justa' no sólo basta con la dotación inicial de recursos de cada uno de los territorios (donde está algo tan importante como el derecho de conexión a la red que ahora se subastará por parte del MITECO) sino que necesita de empresas con fuerte capacidad inversora, con músculo financiero y con ramificación territorial para acometer las inversiones necesarias que puedan crear un 'círculo virtuoso' de reactivación y potenciación de las zonas antes dependientes del carbón. Pero ante semejante reto, no todos los actores están igualmente preparados.
Para esta transición ordenada se necesita de empresas con fuerte capacidad inversora, con músculo financiero y con ramificación territorial
Existen dudas más que razonables sobre que los territorios donde operan compañías como Endesa o Naturgy sean capaces de instrumentar planes de futuro que no vayan más allá de mitigar los costes laborales, políticos y sociales de los cierres.
A ello se añade, en el caso de los primeros, el mantenimiento de instalaciones tan contaminantes como las térmicas de carbón, de fuel-gas o los motores diesel en Canarias, Baleares, Ceuta y Melilla, con un efecto más contaminante que en las instalaciones peninsulares (las térmicas de carbón emiten 1,05 tCO2-eq/MWh frente a 0,95 en la Península) a pesar de haber recibido durante años más de 1.000 millones de euros anuales para hacer más eficiente la generación e invertir en la reconversión renovable (todavía el porcentaje de potencia instalada de renovables sobre el total es del 13%).
En suma, España en los próximos años se enfrentará a un proceso complejo y delicado en el que casar el interés de todas las partes no es precisamente sencillo. Es necesario pensar en la lógica constructiva de aprovechamiento de lo que el territorio tiene y poniendo como piedra angular del proceso a la tecnología.
*** Javier Santacruz es economista.