Casi todos los lectores creo que habrán respondido que sí. La lealtad es una cualidad deseable en todos los ámbitos y por ello se debería alentar, y por qué no, premiar.
¿También la de los accionistas con la sociedad donde invierten? Por qué no, si con ello se consigue una mayor implicación de estos y el tan deseable crecimiento sostenible del valor de la compañía a largo plazo.
Esto es lo que ha entendido nuestro legislador cuando pretende introducir las llamadas acciones de lealtad (loyalty shares) en nuestro ordenamiento societario. Se trata de un mecanismo que otorgará voto doble a las acciones que un mismo accionista mantenga durante, al menos, dos años consecutivos ininterrumpidos.
Para su adopción por las sociedades cotizadas se exigirá una modificación de sus estatutos que deberá contar con un respaldo de las dos terceras partes del capital presente en la junta de accionistas o del 80% de aquel si el cuórum de asistencia no llega al 50%.
El problema de esta casi revolucionaria medida es que parte de dos premisas ciertamente discutibles. La primera se refiere a un problema quizá inexistente. Me refiero al presunto cortoplacismo que opera en nuestras sociedades cotizadas. La segunda, a una aspiración algo naif, un desiderátum de búsqueda del ideal de crecimiento sostenible a largo plazo por los medios probablemente equivocados.
Sobre la existencia o no de presión cortoplacista se han hecho muchos estudios empíricos en EEUU con resultados muy dispares, lo que nos hace mantener una sombra de duda razonable al respecto.
Sobre todo, porque esa presión se debería notar más en los consejos de administración de sociedades con capital mucho más diluido como son las compañías cotizadas de ese país y no en las nuestras de capital más concentrado.
Han contribuido a que los consejos de administración pongan en ocasiones las luces cortas, provocando accidentes financieros
Aun así, es cierto que la 'dictadura' de los informes trimestrales y la retribución de los gestores asociada muchas veces a la revalorización de la acción han contribuido a que los consejos de administración pongan en ocasiones las luces cortas en vez de las largas, provocando accidentes financieros.
Es siempre deseable en una compañía un crecimiento sostenible a largo plazo; sobre eso no hay duda. Pero ese crecimiento se consigue muchas veces con una suma de crecimientos en el corto. Y esto viene, también en muchas ocasiones, propiciado por la actuación de los fondos activistas que invierten en las compañías.
En España la mayoría de las sociedades cotizadas tienen accionistas de control, y estos, lógicamente, ya están suficientemente implicados. Dotarles de un voto doble en nada favorece una mayor involucración. Sin embargo, ciertamente les dotará de un mayor control.
El pequeño accionista minorista y el fondo que invierte a largo plazo también ven recompensada su fidelidad con voto doble, pero comparativamente ambos pierden poder político frente al accionista mayoritario que dobla su voto.
Parece claro que quien antes votaba por el 10% del capital y ahora lo hace por el 20% adquiere mucho más poder comparativamente, frente al que antes votaba por el 0,5% y ahora lo hace por el 1%.
En la gran mayoría de casos, el pequeño minoritario se trata de un mero inversor financiero que desdeña la participación en las juntas de accionistas
Además, el pequeño minoritario no encuentra un aliciente extra en el doble voto, por cuanto, en la gran mayoría de los casos, se trata de un mero inversor financiero que desdeña la participación en las juntas de accionistas, ya que su peso en las decisiones es insignificante. Más aún, suele delegar en el consejo su voto, lo que, de nuevo, hará más dominante a los accionistas significativos que lo controlan.
¿Por qué algo que fue descartado en la Directiva de involucración a largo plazo de los accionistas se intenta introducir en nuestro ordenamiento? Habría que preguntárselo al Ministerio de Economía.
Desde aquí solo puedo ofrecer algunos datos interesantes y plantear los inconvenientes que, a mi modo de entender, la incorporación de las loyalty shares puede ocasionar.
Esto es, dificultar la inversión extranjera en España, perjudicar nuestro mercado de valores como método de financiación de las compañías y entorpecer avances en cuanto a su buen gobierno corporativo, y por ende perjudicar el verdadero interés de los accionistas minoritarios.
El foco, aunque no se diga, está en los hedge funds. De los países con mercados de valores avanzados, España es uno de los que menos campañas activistas ha experimentado recientemente.
Eso sí, se esperaba que aumentaran en los próximos años. Ahora, esa previsión queda en suspenso, precisamente por el efecto que produciría la adopción de las acciones de lealtad.
Los activistas, cuando entran en el capital, suelen promover cambios con el objetivo de incrementar el valor de la acción
Si se trata de una medida anti activismo accionarial, conviene recordar que los activistas, cuando entran en el capital, suelen promover cambios con el objetivo de incrementar el valor de la acción y la rentabilidad de su inversión, lo que redunda en el beneficio de todos los accionistas.
En fin, lo que, en una primera aproximación, podría resultar una medida para paliar la excesiva volatilidad y el presunto cortoplacismo en la gestión de las compañías, revela, a mi juicio, más inconvenientes que ventajas, especialmente por la composición accionarial de nuestras compañías cotizadas.
El preámbulo del Anteproyecto justificaba su adopción aduciendo que el objetivo esencial que se persigue es reforzar el atractivo de nuestro mercado bursátil. Me temo que, por el contrario, saldrá desfavorecido en la foto.
*** Ignacio Aragón Alonso es socio en Cremades & Calvo-Sotelo y profesor de Derecho Mercantil en la Universidad Complutense de Madrid.