Normalmente elijo el tema de mi columna en función de lo que pasa en el mundo, pero se me acaba de estropear la lavadora y me ha parecido una buena excusa para penetrar en la cuestión de la conectividad de los objetos. Así que, mientras espero a que se seque el suelo de la cocina, voy a dedicar las próximas líneas a un concepto que seguro que ya ha escuchado más de una vez: internet de las cosas o IoT (siglas en inglés de Internet of Things).
La primera vez que alguien usó este término fue en 1999, es decir, hace más de 20 años, cuando mi lavadora ni siquiera existía. Desde entonces, su significado no ha cambiado. Básicamente se refiere a la posibilidad de conectar cualquier aparato a la red para incrementar o mejorar sus funciones, así como recabar datos útiles para las empresas que los gestionan. Esta definición vale para todo, un electrodoméstico, un semáforo y prácticamente cualquier objeto que se imagine.
Uno de los primeros grandes ejemplos de dispositivos de consumo conectados fueron los termostatos. Su conectividad les permite comunicarse con los móviles de los habitantes de una vivienda para, por ejemplo, activarse únicamente cuando hay gente en casa, limitar su funcionamiento a determinadas estancias y definir su intensidad en función de las personas que haya en cada momento.
A la comodidad de que todo funcione de forma automática hay que sumar el ahorro en energía que puede ofrecer un sistema de este tipo. Gracias a estos beneficios, después de los termostatos empezaron a aparecer neveras inteligentes que monitorizan los alimentos que contienen, cafeteras inteligentes que se activan cuando suena el despertador y, por supuesto, los famosísimos coches inteligentes.
Y cuando todos los aparatos electrónicos se volvieron inteligentes, llegó el turno de los demás: juguetes, prendas de ropa e incluso mascotas. Pero, ¿cómo se conecta un objeto que, como una camiseta, no está conectado a nada? Basta con integrarle un chip, un sistema de alimentación que garantice su funcionamiento, y el sensor o cualquier otro aparato que cumpla la misión deseada para su conexión.
En el caso de las mascotas, lo que en realidad se conectaría sería el collar para rastrear la ubicación del animal en tiempo real, por lo que su conectividad debe incluir geolocalización para monitorizar su ubicación. Por su parte, las pulseras de actividad física, por ejemplo, suelen contar con giroscopios, acelerómetros y altímetros para registrar cada uno de nuestros movimientos, entre otras cosas. Y, por si fuera poco, una reciente versión lanzada por Apple incluye un sistema de electrocardiograma tan preciso que incluso ha sido aprobado por la Agencia del Medicamento de EE. UU. como dispositivo médico.
No es de extrañar que para finales de 2020 se estime que el número de aparatos conectados en todo el mundo ascienda a 5.800 millones
Con todas estas ventajas, no es de extrañar que para finales de 2020 se estime que el número de aparatos conectados en todo el mundo ascienda a 5.800 millones, según Gartner, es decir, casi un aparato por persona y un 21% más que cuando acabó 2019. Pero, ¿realmente es oro todo lo que reluce en el IoT? Por supuesto que no.
Una de las principales críticas que se hace a internet de las cosas es su redundancia o su inutilidad. Es decir, que la conectividad de determinados objetos realmente no aporta ninguna función clave a sus usuarios o, al menos, ninguna que no pudiera ofrecer sin conectarse a internet. Pero el verdadero y gran problema del IoT reside en su seguridad informática o, mejor dicho, en su falta de ella.
Cualquier dispositivo conectado a internet es una puerta abierta a los hackers, y más aún cuando sus fabricantes no están acostumbrados a pensar en la ciberseguridad como una característica básica de los objetos que producen. En 2016 se descubrió que un virus informático había infectado más de 100.000 dispositivos de consumo conectados y los estaba utilizando para atacar a un proveedor de servicios de internet.
Aquel ataque no afectaba a los usuarios de dichos aparatos, pero imagine qué pasaría si un ciberdelincuente consigue acceder a la cámara de algún aparato infantil o al sistema informático de un vehículo. De hecho, es perfectamente posible. A modo de advertencia, en 2015 dos expertos en ciberseguridad demostraron ser capaces de hacerse con el control de un Jeep Cherokee y desactivar sus frenos mientras un periodista lo conducía.
Como cualquier otra tecnología, internet de las cosas puede ser usado con fines perversos y servir de reclamo publicitario sin sentido. Sin embargo, quedémonos con sus ventajas porque, si mi lavadora hubiera estado conectada a internet, tal vez habría sido capaz de avisarme de un fallo inminente y ahora el suelo de mi cocina no parecería una piscina olímpica.