Para el papa Pablo IV en el siglo XVI los españoles éramos “esos heréticos, esos cismáticos malditos de Dios, simiente de judíos y de moros, la hez de la tierra”. Era lo malo de tener un Imperio. Lindezas parecidas les ha tocado escuchar a los yankis durante los últimos 120 años.
Los artículos de prensa que se publican sobre España en el extranjero están siendo de ese jaez últimamente, y van a seguir siendo así a lo largo de los próximos meses, si es que no años, por lo que es mejor que nos vayamos acostumbrando.
Cuando a finales de febrero y primeros de marzo la pandemia avanzaba de forma silenciosa aquí, sin que nadie en el Gobierno pareciera que fuera a tomar cartas en el asunto, yo clamaba en Twitter para que se hiciera algo, no solo por los motivos obvios de proteger la salud de todos sino por otros que podrían derivarse de que se llegara a lo que se llegó: que España echara fama de ser el peor lugar de la pandemia, con lo que podríamos acabar cargando con el sambenito de que a esta Covid-19 se la terminara llamando con la misma desaprensión, o mala uva, que a la gripe de 1918, “la gripe española”.
Y eso, para un país tan dependiente del turismo, como es España, no cabe duda de que sería muy mala carta de presentación.
Pues bien, por desgracia, ya estamos rumbo a los preparativos para esa etapa. Menos mal que el papa Pablo IV no se cortaba nada y añadía: “tanto los franceses como los españoles son bárbaros, y lo mejor que podría ocurrir es que se quedaran quietos en su casa”, con lo que el jurado aún está deliberando sobre a quién podría adjudicarse esa falsa culpa, si a los franceses o a los españoles. A no ser que Trump vuelva a ganar las elecciones, con lo que estará garantizado que le seguirá echando la culpa a los chinos…
Para un país tan dependiente del turismo, como es España, no cabe duda de que sería muy mala carta de presentación
La sucesión, separada por apenas doce años, de la crisis financiera y de la Covid-19 y sus desastrosas consecuencias económicas, ha provocado que estemos asistiendo al mayor experimento monetario de la historia desde aquellos años en los que el odio de la poderosa familia napolitana Caraffa (a la que pertenecía Pablo IV) hacia España se mostrara con esa virulencia.
Eran los tiempos de la llegada a Sevilla del oro de América que, junto con los impuestos que pagaba principalmente Castilla, servía para financiar unas glorias imperiales que, nominalmente, sin embargo, ya habían pasado a otra rama de la familia Augsburgo a la que acosaba por el este el otro imperio, el otomano, y que, quizá por eso, no ha pasado a la historia con tan mala fama internacional: ¡Pobrecitos que ya los tienen a las puertas de Viena otra vez!
Es sorprendente el paralelismo entre los dos episodios: un gran experimento monetario, entonces, gracias al oro americano, y otro fiscal, el del gasto público desbordado para financiar las guerras en Flandes y “contra el Turco”. Y ambos experimentos, el monetario y el fiscal, repetidos ahora para combatir las consecuencias económicas de la pandemia.
La sucesión de la crisis financiera y de la Covid-19 ha provocado que estemos asistiendo al mayor experimento monetario de la historia
Para colmo, con los ribetes pintorescos de la coincidencia de que en “el Turco” han renacido las ansias imperiales (Erdogan acosando a Grecia, interviniendo en Siria y Azerbaiyán y presionando a la Unión Europea con el tema de los refugiados) y que sea el primer ministro de los Países Bajos el que ponga trabas a la financiación del gasto extra en el que incurre el Tesoro español por causa del coronavirus.
Como entonces, el gasto público se ha disparado en todas partes para intentar amortiguar el impacto económico letal de las cuarentenas decretadas para contener la expansión del SARS-CoV-2.
La foto hace un mes, según el Fondo Monetario Internacional (FMI), es que el gasto público mundial se eleva al equivalente a 6 billones (trillions) de dólares a los que hay que añadir, otros 6 billones más, entre avales concedidos por los estados a las empresas para la obtención de préstamos (4 billones) y otras maneras diversas de apoyo a la liquidez, bien por la vía de la compra por los estados de acciones y de activos empresariales, bien mediante la concesión de préstamos directos a las empresas (además de lo que el FMI llama “operaciones cuasi-fiscales”). Las cantidades son desorbitadas y como no se habían visto antes en tiempos de paz.
A eso hay que añadir el experimento monetario que, si en el siglo XVI consistió en la puesta en circulación del oro que llegaba a España desde las Américas, en la actualidad se materializa en lo que podríamos llamar, metafóricamente hablando, “el oro de los bancos centrales”. (Para especialistas: con la gran diferencia de que se ha pasado de un activo que generaba un pasivo a un pasivo que financia el activo).
A este respecto hay que dividir los doce últimos años en dos fases: la de la crisis financiera y sus secuelas (2007-2019) y la de la Covid-19 (2020). Porque es que el gran experimento monetario se inició en 2007 y, para hacerse una idea de lo colosal que ha sido y sigue siendo, baste apuntar que el balance del banco central de EEUU, conocido formalmente como Banco de la Reserva Federal (Fed), ha pasado de tener un tamaño de 0,9 billones de dólares en 2007 a algo más de 7 billones en octubre de 2020. Es decir, se ha multiplicado casi por ocho. A la segunda fase (la de la COVID-19) corresponden los 3 últimos tres billones añadidos.
Al resto de los bancos centrales de la mayoría de los países industrializados les ha pasado algo parecido. Así, desde agosto de 2007 hasta hoy, el balance del Banco Central Europeo (BCE) ha pasado del equivalente en euros a 1,3 billones de dólares a los casi ocho billones de dólares actuales.
Los dos bancos centrales más importantes del mundo han puesto en circulación el equivalente a seis billones de dólares creados de la nada
Durante los ocho meses transcurridos desde que la Covid-19 puso un pie en Europa, hay que atribuirle un aumento que va desde el equivalente en euros a 5 billones de dólares hasta los casi ocho billones de dólares del cierre de la semana pasada. Es decir, también el equivalente a 3 billones de dólares.
Es decir, entre los dos bancos centrales más importantes del mundo (la Fed y el BCE) han puesto en circulación el equivalente a seis billones de dólares “creados de la nada”. Literalmente, DE-LA-NADA… Es una propiedad que, desde la creación del mundo, solo los bancos centrales poseen. Veremos por cuanto tiempo más.
La comparación con los tiempos en los que “en el Imperio español no se ponía el sol” sigue siendo sorprendente pues el oro que llegaba a Sevilla desde América no era otra cosa que dinero creado de la nada también. Se formó al mismo tiempo que la Tierra y surgió, por tanto, “de la nada”, y, si exceptuamos sus costes de extracción (que, a juzgar por lo que decía fray Bartolomé de las Casas no parece que fueran muy elevados) y de transporte y vigilancia, venía a ser el equivalente al actual “dinero gratis”.
Centrándonos en lo sucedido en 2020 (segunda fase del experimento monetario) la suma del colosal aumento del gasto público, junto con el riesgo que el sector público ha asumido con el sector privado al concederle préstamos y avales (12 billones de dólares) y de la irrefrenable expansión del balance de los bancos centrales (6 billones de dólares, limitándonos solo a la Fed y al BCE, y olvidándonos de lo que han estado haciendo en paralelo el Banco de Japón, el Banco de Inglaterra, etc.) el total asciende muy por encima de los 18 billones de dólares, que asustan, y mucho.
Un esfuerzo gigantesco y que solo un mundo en el que la riqueza global se ha incremendo enormemente desde 1980 se podría permitir
Aunque hay que reconocer que en ese cálculo se producen muchas duplicidades, de las que la mayor es la que afecta a la deuda pública emitida por los estados y que han estado comprando los bancos centrales: vendría a ser el equivalente a 3 billones de dólares (2 billones de EEUU y 1 de la Eurozona).
Eliminando esa duplicidad, la suma que nos llevaba hasta los 18 billones de dólares se queda en 'solo' 15 billones. Igualmente, se podrían hacer otros ajustes que redujeran aún más la cantidad de 18 billones. Por ejemplo, si estimáramos, optimistamente, que solo el 25% de los 4 billones de avales van a resultar fallidos, con lo que bajaríamos a 12 billones de esfuerzo monetario y fiscal conjunto.
Y así sucesivamente, hasta un nivel de precisión adecuado y pesado de describir y de leer. En cualquier caso, un esfuerzo gigantesco y que solo un mundo en el que la riqueza global se ha incrementado enormemente desde 1980 se podría permitir.
La parte de dinero creado de la nada es (hoy por hoy y sin pensar en avales fallidos u otras complicaciones), sin embargo, más reducida (los 6 billones dólares creados por los dos grandes bancos centrales, a los que hay que sumar lo añadido por todos los demás). Con eso, las economías están funcionando mal que bien (en algunos aspectos, incluso, muy bien. Por ejemplo, hay ahora mismo bofetadas en el Pacífico entre las navieras para conseguir contenedores con que atender el comercio entre China y EEUU.
Pero ese dinero creado de la nada es lo que los anglosajones llaman dinero conseguido out of thin air, que, traducido palabra por palabra, viene a ser como decir dinero extraído del mismísimo aire. Lo que refleja muy bien lo que está sucediendo ahora mismo tanto en España como en el resto del mundo más avanzado: estamos viviendo, en parte y literalmente, del aire.
Así es que, cuando miren sus ingresos piensen melancólicamente que, de ellos, el 25% este año ha surgido de la nada. Como decía el economista Herbert Stein, que fue asesor del presidente Nixon, si es demasiado bueno para durar, no durará.