El llamado wishful thinking, que podríamos traducir por “pensamiento desiderativo”, es la tendencia a tomar como premisa lo que nos gustaría que sucediera, la ilusión de lo que deseamos, en lugar de la realidad.
Lo practicamos la mayoría de los mortales. Lleva a situaciones de frustración desde nuestra infancia, cuando en el colegio sacabas malas notas y habías planeado el fin de semana contando con que aprobabas. O cuando das por hecho el éxito de tu proyecto porque tu idea es buenísima. Mucho más peligroso es cuando haces planes con el dinero ajeno sobre la base de ilusiones que no se acercan, ni de lejos, a la realidad.
El viernes pasado escuché a un entendido en la materia decir que, si nos dan finalmente los fondos europeos, a pesar de los problemas de absorción, ejecución y cogobernanza, “vamos a poder” salir adelante. A mí también me gustaría que fuera cierto, pero es bastante dudoso acierte.
Primero nos tienen que dar los fondos. Además tenemos que tener capacidad de gasto, que no es exactamente lo que parece. Imaginen participan en un concurso en el que les dicen: “Tienes un millón de dólares para gastar”. Fácil, ¿no? Ahora imaginen que les dicen: “Tienes que gastar un millón de euros con estas condiciones: no viajes, no fiestas, no casas…” y todo un pliego de condiciones que incluyen la medición de los efectos positivos en tu economía de ese gasto.
Si no tienen un plan bien pensado, tal vez no sea tan fácil. Bueno, pues algo parecido es lo que sucede con los fondos. María Vega explicaba las dificultades de invertir en I+D+i en nuestro país. La desinversión, tanto en esa partida como en otras, la caza de brujas de los inversores, el señalamiento público de quienes son tan importantes para que funcione nuestro sistema financiero es parte del trasfondo.
La evolución de los hábitos políticos socialistas en lo que se refiere a la gestión de fondos ha ido a peor. Recordemos, como hicimos un par de semanas atrás, la fiesta del gasto de Zapatero que lastró la recuperación española de la crisis del 2008.
Sabemos que los problemas de demanda van a dañar una oferta que apenas se puede recuperar
Ahora la cosa es más seria, pero el gabinete de Sánchez parece no enterarse. Estamos en un entorno mucho más incierto, no hay anclas, no podemos contar con que nuestros socios europeos nos van a rescatar. Y no vale el “too big to fail”, que hacía alusión a que nadie iba a dejar caer económicamente a una entidad lo suficientemente grande, porque podría arrastrar al resto, fuera esta entidad un banco o un país, como España dentro de la Unión Europea.
La pasada semana, Andrea Enria, presidente del Consejo de Supervisión del Banco Central Europeo, dejaba encima de la mesa la idea de un “banco malo” europeo, diseñado de manera que no se mutualizaran las deudas (es decir, que no nos pague la cuenta nadie) y que canalizara los créditos “malos”. Con esa sugerencia movió la alfombra bajo los pies de todos, analistas incluidos, que empezamos a sospechar que, tal vez, si hay un segundo confinamiento domiciliario, o se recrudece la pandemia, el BCE no será capaz de rescatarnos a todos. Sonó a que los Reyes Magos son los padres.
Enria explicaba que es importante que los bancos y las autoridades políticas estén preparados para un "probable" incremento de los préstamos dudosos, los conocidos como NPL (por sus iniciales en inglés Non Performative Loan) que llevan las economías a la zombificación empresarial. La preocupación por este hecho es notable desde mitad de octubre pasado en países como Alemania, con una economía más potente que la nuestra. En dicho país se calcula que el número de empresas no viables sostenidas por las ayudas públicas (las empresas zombies) podría ascender a 500.000. En este sentido, deberíamos preguntarnos qué estamos escondiendo bajo el paraguas del Covid 19.
La evolución de la pandemia y su control es muy incierta, y llega el invierno. No sabemos cuánto oxígeno le queda a nuestra economía.
Por otro lado, las circunstancias en el ámbito internacional no son esperanzadoras: el Brexit sin acuerdo nos va a hacer daño, los resultados de las elecciones estadounidenses que tienen lugar esta semana, sin duda, van a inyectar inestabilidad al sistema. A eso hay que sumarle que ya no tenemos el recurso a los países emergentes, que hasta ahora han absorbido, mal que bien, nuestras angustias. Eso ya es pasado: la pandemia y las dificultades económicas provocadas por la complicada gestión de fondos, en países con instituciones frágiles, les está golpeando muy duro.
El profesor Oliver Blanchard explicaba en las redes sociales el problema de incertidumbre actual, más complicado que en marzo: entonces podíamos permitirnos imaginar que lo controlaríamos en breve. Ahora sabemos que no. Sabemos que los problemas de demanda van a dañar una oferta que apenas se puede recuperar. Sabemos que, en estas circunstancias, la medida de los cierres, perimetrales o de cualquier tipo, debe ser muy escrupulosa para no asfixiarnos y dejarnos en la calle.
La evolución de la pandemia y su control es muy incierta, y llega el invierno. No sabemos cuánto oxígeno le queda a nuestra economía. Y sospechamos que la Unión Europea puede no ser todopoderosa.
Ahora es cuando yo debería dar la receta para salir de ésta. Pero no existe. Puedo reafirmar mi creencia en que el gasto ha de justificarse y demostrar su impacto positivo, que ha de centrarse en el control de la pandemia, y que hay que mantener vivas las empresas y a los sufridos autónomos porque son la fuente de trabajo de los españoles. Pero nada más.
Aparte de eso, sí puedo decirles lo que no funciona en estos momentos: mentir, falsear estadísticas, manipular la información para confundir, anteponer los intereses de los partidos políticos a los de los ciudadanos, elevar el tono de las acusaciones y azuzar a la gente para que aumente la crispación camorrista. Y el wishful thinking, fantasear con el dinero ajeno tampoco funciona.