El Gobierno quiere realizar una transferencia de 7.000 millones de euros de los el consumidores-contribuyentes, en especial de aquellos con rentas medias y bajas, a un grupo concreto de grandes compañías. Esta regresiva política de redistribución será el resultado directo de la subida del impuesto sobre gasóleo planteada por el Ejecutivo.
Además, no se trata de un hecho aislado. Se integra en un plan para combatir el cambio climático e impulsar la transición energética que es ajeno al binomio racionalidad-realidad económica con efectos negativos para los consumidores y para la competitividad de muchos sectores de la economía española.
A través de una maniobra poco sofisticada, el Gabinete social-podemita pretende 'sacar' de la tarifa eléctrica la financiación de los sobrecostes generados por las renovables y repartirlos entre todas las energías finales: la electricidad, el gas y los derivados del petróleo.
Esto implica aumentar la carga fiscal que recae sobre aquellas y, por tanto, encarecer la factura soportada por los ciudadanos y por las empresas que las utilizan. De este modo se quiere cerrar el déficit tarifario eléctrico, cuya causa determinante son los subsidios gubernamentales concedidos a las tecnologías de la generación eléctrica renovable. La izquierda premoderna que dirige los destinos patrios ha resucitado la vieja estrategia franquista de socialización de pérdidas.
Durante años, las compañías de electricidad han obtenido pingües beneficios derivados de una regulación privilegiada a favor de las renovables y del esquema de retribución para otras energías, como la hidráulica, cuyo coste de generación es prácticamente cero. Esta discriminación 'positiva' ha sido pagada por los particulares y por las empresas a un coste muy alto y muy opaco.
Es una expresión de un sistema energético basado en los principios del denominado capitalismo de amiguetes
Lejos de corregir esa situación, el Gobierno tiene la voluntad de premiar los lucrativos excesos verdes de las empresas eléctricas y sus errores de inversión, lo que vulnera todas las reglas de una economía de mercado y distorsiona la correcta asignación de los recursos de forma estructural.
La subida del impuesto sobre el gasóleo no se sustenta en ningún criterio conocido de racionalidad fiscal. En la ecuación energía - medio ambiente, los tipos impositivos han de establecerse en función de dos variables. Primera, el contenido energético de cada uno de los diferentes productos. Segunda, la cuantificación de la intensidad en CO2 en términos de mercado.
En estos momentos, un litro de gasolina o de diésel soporta en el Impuesto de Hidrocarburos un recargo superior a los 220 euros por cada tonelada emitida de CO2. Por tanto, recurrir al criterio de emisiones de ese gas invernadero cuando el impuesto que recae sobre esos combustibles supone diez veces su precio de mercados es poco riguroso.
La iniciativa gubernamental penaliza de manera directa la movilidad de personas, bienes y servicios entre los entornos rurales y urbanos, así como dentro de las grandes áreas metropolitanas; castiga a los segmentos de la población con menor poder adquisitivo, principales consumidores de gasolina y diésel, porque optan por formas más caras de motorización -léase la eléctrica- tienen rentas altas. Además, el proceso de fabricación de esta, tiende a olvidarse: produce altas emisiones de CO2 y, para más inri, se realiza fuera de Europa. En concreto, en China.
La izquierda premoderna ha resucitado la vieja estrategia franquista de socialización de las pérdidas
Desde una óptica medioambiental, tampoco existe justificación para subir los impuestos sobre los carburantes y, mucho menos, para subvencionar a su costa a otras formas de energía. El sector del petróleo, por ejemplo, está realizando un importante esfuerzo para producir energías limpias como los biocarburantes, para mejorar la eficiencia energética y para reducir emisiones.
Estas metas pueden y deben alcanzarse de forma flexible y no rígida; es decir, una estrategia inteligente y realista para combatir el cambio climático no ha de apostar por una tecnología, sino ha de crear el marco adecuado para la emergencia y desarrollo de las más eficientes. La razón es elemental: el proceso innovación tecnológica es constante y ningún gobierno puede prever su evolución.
La intención gubernamental de elevar la fiscalidad del gasóleo es una expresión de algo más grave, la configuración de un sistema energético basado en los principios del denominado capitalismo de amiguetes. Quien tiene el poder tributario y regulatorio está dispuesto a enriquecer a costa de la mayoría y de quienes operan en mercados competitivos a las grandes compañías eléctricas a cambio de que éstas apoyen sus planes.