Ayer, antes de que cualquier medio de comunicación hubiera informado oficialmente de la explosión en un edificio del centro de Madrid, ya había visto varias fotos y vídeos de la tragedia por Twitter. Y creo que se trata de un ejemplo perfecto de la enorme relevancia que han adquirido las redes sociales y del lamentable esfuerzo que estamos haciendo por regularlas.
Aunque la noticia todavía no había llegado a televisiones, radios, ni diarios, Internet ya estaba plagado de información, pero también de desinformación. Eso es lo que pasa cuando se da un altavoz a cualquiera y no se le ponen reglas. La democratización de la comunicación que lo llaman.
Era lo que prometían en sus inicios las redes sociales, que cualquiera pudiera expresarse públicamente sin tener que pasar por el aro de los medios de comunicación millonarios para informar y estar informado. Y, aunque parte su promesa se ha cumplido, también han permitido que un alud de contenidos manipulados, teorías de la conspiración y noticias falsas corran como Usain Bolt por todos los rincones de Internet.
Aunque la noticia de la explosión del edificio todavía no había llegado a los medios, Internet ya estaba plagado de información, pero también de desinformación
Así fue más o menos cómo se gestó el asalto al Capitolio de EEUU por unos perturbados que creen ciegamente en el falso discurso de fraude electoral orquestado por Donald Trump. En este caso, la situación se volvió tan grave que las principales redes sociales decidieron eliminar las cuentas de quien hasta ayer gobernó uno de los países más importantes del mundo durante cuatro años.
A simple vista, que Trump se haya quedado sin vías de comunicación directa con la sociedad después de impulsar revueltas violentas, contradecir recomendaciones de salud pública y negar el cambio climático parece una buena noticia. Sin embargo, en vez de solucionar la enorme problemática que envuelve a las redes sociales, la agrava aún más.
¿Quiénes son Mark Zuckerberg y Jack Dorsey para decidir qué es verdad y qué no? Ese siempre ha sido su argumento estrella para esquivar las acusaciones sobre moderación de contenido. Si suprimen la apología del terrorismo y los consejos para fomentar la anorexia, lo hacen para salvaguardar su imagen pública, no porque sientan ninguna responsabilidad sobre esa información. Por eso, la expulsión de Trump solo refuerza las acusaciones de que las redes sociales están politizadas.
Además, si Twitter y Facebook no son responsables por el contenido que alojan, ¿por qué sí pueden decidir quién publica en sus redes y quién no? Lo cierto es que, como cualquier empresa privada, pueden ejercer su 'derecho de admisión' y expulsar a los usuarios que no cumplan con sus normas de conducta, como han hecho con Trump.
La expulsión de Trump solo refuerza las acusaciones de que las redes sociales están politizadas
Y aquí reside otro de sus grandes problemas: dado que este puñado de productos privados de EEUU (regidos por intereses corporativos y sometidos a una regulación casi inexistente) se han convertido en las vías de comunicación mundiales por excelencia, ¿no deberíamos tener todos derecho estar en ellas sin que las reglas del juego dependan únicamente del criterio de los CEO de Silicon Valley?
Cualquiera podría pensar que las cuentas en redes sociales son algo personal y que cada uno puede hacer con las suyas lo que quiera. Pero, la realidad es que las redes sociales dejaron de pertenecer al ámbito privado hace mucho tiempo. Han adquirido tanta relevancia en nuestro día a día que debemos exigir que se regulen como un servicio público, igual que los medios de comunicación.
Estoy acostumbrada a que mucha gente crea que cualquiera puede hacer periodismo. Al fin y al cabo, no es como construir un cohete. Pero, además de juntar letras, los periodistas (al menos los buenos) comprueban la información, consultan fuentes y se aseguran de que lo dicen es correcto. Aun así, a veces cometen errores y, cuando pasa, hay mecanismos legales y corporativos para enmendarlos.
Pero, en las redes sociales, las cosas no funcionan así. Sin normas que las obliguen a comportarse como un medio de comunicación, sus moderadores de contenido solo actúan ante situaciones que sus CEO consideran realmente graves. Así que, al no tener a nadie que vele por evitar que todas las mentiras y el odio salten de teléfono en teléfono, nuestra única protección actual es nuestro propio criterio.
Antes se decía que no había que creer todo lo que salía en televisión. Ahora, si no empezamos a exigir que las redes sociales sean tratadas y reguladas como un bien público, la recomendación será que no hay que creerse absolutamente nada, aunque lo diga el presidente.