Cada vez estoy más convencido de que no existen empresas zombi, existen empresarios zombi. He conocido directivos con mentalidad de empresarios que han reflotado, o mantenido a flote, empresas que cualquier contable hubiera aconsejado su suspensión de pagos, cuando no su quiebra.
Las empresas se mantienen y se salvan, o se quiebran, por los que las dirigen. Es la diferencia entre el contable y el empresario. El primero da informaciones precisas pero inútiles. Dice, por ejemplo: usted está quebrado. Algo riguroso pero que ya no sirve para nada. El segundo, si es de verdad un buen empresario, dice: vamos a hacer esto y lo otro para mejorar y no quebrar o para salir de esa posible suspensión de pagos.
Es lo que ocurrió con Goirigolzarri y su equipo en Bankia. Todo el mundo hubiese dado por quebrada la entidad bancaria. Pero Goirigolzarri la reflotó y la ha llevado a buen término. Rodrigo Rato ha dicho que si a él le hubieran dado los 23.000 millones de euros también lo hubiera hecho. Lo que no dice es que a él probablemente las autoridades europeas bancarias y el Estado no le hubieran dado esos dineros. Sus antecedentes políticos eran una carga para él. Pudo ser un buen ministro de Economía, pero eso no asegura que fuera un buen empresario en el sector privado.
Las competencias para cada uno de esos menesteres son distintas. Todos recordamos buenos empresarios que fracasaron en política cuando quisieron entrar en asuntos públicos y al revés. Alguna vez se da la rara casualidad de personas capaces en ambos lados. Pero es eso: una rareza.
Las empresas se mantienen y se salvan, o se quiebran, por los que las dirigen. Es la diferencia entre el contable y el empresario
Los empresarios reflotadores cumplen con una premisa: son capaces de devolver la confianza en la empresa que dirigen a sus diferentes stakeholders (participes en castellano): clientes, financiadores, proveedores, accionistas (mayoritarios y minoritarios si los hay), empleados y directivos, sindicatos y patronales, gobiernos, Administraciones y la sociedad donde operan. Se fían de ellos y de sus políticas porque lo han demostrado anteriormente.
Goirigolzarri y su equipo obtuvieron la confianza de todos ellos para Bankia. Ahora han llevado la entidad a un puerto seguro. Todos, incluido el Estado, están satisfechos de la operación. Los españoles saben que tarde o temprano se recuperará parte del dinero público invertido o se mantendrá en la entidad fusionada por su valor.
En consecuencia, se necesita hacer lo mismo con Abengoa. Hay que buscar un Goirigolzarri, en este caso industrial. Su primer objetivo es recuperar la confianza de los acreedores gracias a dos condiciones: a) su récord anterior como empresario industrial; b) su propuesta de estrategia para la compañía.
El líder cumple tres condiciones. La primera es tener una visión original del futuro. Ver como será la empresa en unos años y saber como llegar a esa meta. Tener visión y como conseguirla. La segunda condición es ser capaz de ilusionar a los diferentes componentes de la compañía para aglutinarlos en torno a esa visión y conseguir su esfuerzo.
Formar equipos competentes y fiables dispuestos a empujar en la dirección adecuada. La tercera condición es ser fiable éticamente. Haber demostrado que sus intereses personales se compaginan o, incluso, se supeditan a los intereses generales de la entidad y sus stakeholders.
¿Cómo estar seguros de que un dirigente empresarial los tiene y puede ser un líder? Sólo la trayectoria anterior de la persona da indicios sobre esas posibles capacidades. No es fácil encontrarlos. El caso de Goirigolzarri fue una suerte tenerlo a mano, que estuviera disponible y dispuesto a aceptar el reto.
Así que los acreedores de Abengoa debieran estar dispuestos a buscarlo y contratarlo. Pero no basta con la persona. La empresa necesita capitalizarse y refinanciar las deudas. Si a ese empresario se le añade la SEPI como accionista se tienen los mismos ingredientes que salvaron a Bankia.
Abengoa necesita esas dos cosas: un Goirigolzarri industrial y a la SEPI. Con su conjunción se recuperaría la confianza se salvarían los puestos de trabajo y el fondo de comercio que supone el "saber hacer" industrial y tecnológico acumulado durante años. Perderlo es retroceder en la construcción de ese tejido industrial que todos los expertos piden para la reconversión de nuestra economía.
*** José Ramón Pin es profesor del IESE.