Hace unos años, oír opinar a un profesional del entorno de las tecnologías de la información sobre las claves de un proceso de fusión bancaria desde sus primeros pasos podría llamar la atención, sorprender o incluso parecer atrevido. Pero este panorama ha cambiado de manera radical.
La razón es que, si bien los aspectos financieros que comporta una de estas operaciones siguen siendo los fundamentales, no lo es menos la capacidad tecnológica para encarar a los competidores del mercado y, aun más, para satisfacer a los nuevos consumidores de servicios financieros.
Cuando se aborda un proceso de fusión bancaria, el reto financiero fundamental es el de la mejora de la rentabilidad del negocio, más aún con la situación de los tipos de interés que han menguado ostensiblemente los márgenes de intermediación, convirtiendo la reducción de los activos improductivos en un objetivo claro para asegurar el valor de la operación y su eficiencia. Sin embargo, si tomamos como referencia las integraciones observadas en el pasado a la hora de abordar fusiones bancarias, el asunto no está nada claro.
Lo que sí lo está, me refiero a la claridad, es que estos dos conceptos: valor y eficiencia serán la asignatura esencial post-Covid para la banca. Las entidades han de ajustar sus costes a un nuevo contexto de servicio, de negocio y, en algunos casos, de tamaño. Por lo tanto, y desde mi punto de vista, las mejoras de la rentabilidad no vendrán por el control de los costes, sino por la tecnología.
Las entidades han de ajustar sus costes a un nuevo contexto de servicio, de negocio y, en algunos casos, de tamaño
Para ello, basta echar un vistazo al entorno en el que se mueve hoy en día el negocio bancario. Si hablamos de la competencia, en el horizonte aparecen, y con claridad, las grandes tecnológicas (Big Tech). Enormes y poderosas y, además, no sometidas a regulaciones estrictas, la banca esta abocada a establecer patrones de colaboración con ellas, sobre todo en lo que se refiere a la gestión de los datos.
Igualmente, también están los denominados neobancos (Revoult, N26, Monese, Bnext, por ejemplo), o las Fintech, aportando al mercado nuevos modelos de relación, tanto con el sector como con los clientes. Pero, en mi opinión, estas nuevas propuestas están oscurecidas por las anteriores grandes tecnológicas.
Por otro lado, y si nos centramos en los clientes, el panorama no es totalmente disruptivo. Hemos de partir del hecho de que las nuevas generaciones no van a pisar las oficinas bancarias y, además, no van a comprar productos tradicionales. Estos clientes buscan un modelo de servicio digital 24x7 real, muy inmersivo y con un fuerte componente de personalización.
Todo ello ya venía apuntándose desde hace ya tiempo, pero se va a acentuar en la era post-Covid. De hecho, a partir de ahora hay que olvidarse de que el modelo digital era complementario al negocio, ya que se ha transformado en el centro de él.
Igualmente, las entidades han de transformar sus servicios digitales en modelos de venta. Una cosa es prestar servicio a través de canales digitales y otra muy distinta es vender y sobre este particular hace falta una profunda revisión y verificación de las capacidades de estos canales como generadores de ingresos y no sólo observarlos como meros mecanismos de ahorros de costes.
El turno de la tecnología
Como decía anteriormente, la rentabilidad de la banca se quiera o no tener en cuenta, va a estar directamente ligada a su tecnología y hay entidades que se van quedando atrás en este ámbito poco a poco y necesitan una fuerte actualización. La inteligencia artificial, la gestión de los datos y de arquitecturas y modelos de computación capaces de dar respuesta a lo que demanda el mercado definirán poder o no poder ser competitivo en el negocio bancario.
Por lo tanto, en este contexto, uno de los elementos esenciales que sí deberá tener muy presente la banca es el del rendimiento de su software. Me refiero a qué partido saca de él, si funciona tal como debe de funcionar, si es el que espera la entidad y el que esperan sus clientes para satisfacer sus expectativas, y todo ello con qué coste.
Para hacernos una idea de la importancia de este concepto, baste recordar que actualmente, el sistema financiero español soporta unos sobrecostes de un 15% del volumen de sus inversiones en tecnología, precisamente por un mal rendimiento de su software.
La rentabilidad de la banca se quiera o no tener en cuenta, va a estar directamente ligada a su tecnología y hay entidades que se van quedando atrás
Solamente con este foco en el rendimiento es posible asegurar en la actual complejidad tecnológica el correcto funcionamiento de la heterogeneidad de tecnologías que conviven en múltiples entornos de prestación, ya sean sistemas o soluciones instalados en las propias entidades o bien residentes en la nube. A mayor cantidad de datos y mayor necesidad de aplicar inteligencia artificial, la eficiencia tecnológica es la clave y sólo podemos conseguirla vigilando el rendimiento.
Por último, y esto no lo decimos los tecnólogos, sino que lo impone el mercado, un modelo de servicio digital (con cambio generacional incluido) implica excelencia en los parámetros de disponibilidad y tiempo de respuesta, más aún si hay que cerrar transacciones y vender.
Lo contrario significa una mala reputación, tanto ante los clientes de manera individual como ante la propia sociedad. A fin de cuentas, hoy en día, y de cara al futuro, los clientes de la banca son usuarios de servicios a través de un dispositivo y exigentes con respecto a que todo funcione a su gusto, al instante y con seguridad a través de su pantalla. Y esto será lo que definirá su concepto sobre si está con un buen o mal banco. En otras palabras, hay que subir la tecnología desde el sótano a la planta noble.
*** Ángel Pineda es CEO de Orizon.