La escopeta fiscal: breve teoría para ‘youtubers’ y afligidos
Con poco que uno haya viajado redescubre, principalmente, lo que dejó. Vivir, más que volver, es esperar volver, porque a veces hay que irse; por gusto o por obligación. Para sembrar futuro cada uno elige la tierra que considera más fértil. Y, si puede, allá que va con su pico y su pala.
Que España, entre la política de riesgo constante y su tendencia patológica a la autodestrucción, sigue siendo bonita es un hecho. Ahora bien, tras lo paisajístico y social, más que España o las Españas, impera lo que de barra de bar en coma a Twitter se denomina mi Españita, la nuestra. Un diminutivo muy ajustado cuando se trata de dibujar nuestras curiosas formas de suicidio colectivo, insensateces varias, envidia consentida y, por encima de todo, contradicciones. Somos así. Heráclito habría flipado con el español y su contrario.
Pero no se trata de hablar aquí de la nación ni de sus aspectos culturales, sino de algo tanto o más complejo y aburrido: la billetera. Asustarán los números, pero además de miedo, son éstos los que matan tras el sobresalto, aunque no nos enteremos al momento de clavarse el puñal en el corazón de la economía.
Pero hay que dejar dos cosas claras. La primera es que los porcentajes y las tablas tan abstrusas y aburridas sirven como evidencia o prueba —tendenciosas a veces— para sostener una teoría. No engañan los números, sino las interpretaciones. La segunda es que el reciente dilema que aún no cesa sobre la carga impositiva es falaz. Baste citar a Carl Menger, por ejemplo, y su obra Método de las ciencias sociales.
Mientras los redescubridores de la inocente hipérbole ensueñan con el terror guillotinesco (porque aún no han llegado a conocer la figura juguetona de la prolepsis soviética, o no se atreven a pedirla) y otros gritan con aspaviento que quienes deciden marcharse a regímenes fiscales más amables nos «roban», el asunto se escapa porque, como siempre, uno señala a la luna y el otro se queda mirando el dedo.
En el conjunto de falacias a las que se puede adscribir lo dicho hasta ahora destacan la de falso dilema ('colaborar o evadir'), la de elusión del asunto ('se van porque son insolidarios') y la de la pista falsa ('¿no quieres que haya sanidad ni educación públicas?').
Usando a los youtubers el sector más reaccionario ha visto en la libre elección un insulto, un gesto de desdén. Porque, aproximadamente, de cada 10 euros que ganan tienen que darle al señor fisco cinco euros de esos 10. ¿A todo el mundo le parece seductor una carga impositiva que puede alcanzar hasta el 54% en el IRPF?
La bella dama Tributación, nombre de anciana malhumorada de pueblo, puede ser otra. Papá Estado obliga a llamarla para que no se moleste y quienes se rebelan contra el Padre se convierten en herejes. Es obvio que la obesidad mórbida ni es saludable ni sexi, por lo que le conviene mucho ejercicio y dieta. La distribución impositiva, en absoluto, es exclusiva de escuelas, hospitales y carreteras.
En lugar de centrarse en los porqués de considerar injusto ese baremo, se disloca el foco para la venta en la lonja de la ideología. Ver cualquier indicio de liberalismo se toma por quimera de insolidaridad y vuelven a lo irracional. Con todo, el despilfarro, y el desconocimiento del daño de las cifras al pensar que no tienen correlato con lo real o que el dinero público «no es de nadie» permiten que profesionales cuya única necesidad sea la conexión a internet puedan deslocalizarse con libertad y se desentiendan de una ‘responsabilidad’ más o menos discutible.
No se trata sólo de youtubers que siembran el miedo en las televisiones por ser el inminente rival, sino del ejemplo y de relato que entra en escena: la reconversión perentoria de la economía política. Quien se dedique al marketing digital, consultores, publicistas, arquitectos… tienen la ocasión de mudarse mientras leen estas líneas.
Quien se dedique al marketing digital, consultores, publicistas, arquitectos… tienen la ocasión de mudarse mientras leen estas líneas
El Gobierno de almas híbridas que descubre mediterráneos con cada ley y sugiere condonar la deuda del BCE insiste en ver como imaginaria la economía y sus consecuencias a escala individual. La estafa no es apostar por irse; al contrario, es la política fiscal de fantasía para amigos y adláteres. Escribe Hayek en Camino de servidumbre: «El consuelo que nos ofrecen nuestros planificadores es que esta dirección autoritaria se aplicará "solo" a las cuestiones económicas.
A la vez que nos ofrecen seguridades —añade— nos sugiere que cediendo la libertad en aspectos que son, o deben ser, menos importantes de nuestras vidas, obtendremos mayor libertad para la prosecución de valores supremos».
Un Leviatán que es español cuando conviene, y que por mucho que siga dando coletazos imponentes, está obsoleto. Su edad de oro fue durante el siglo XIX; le toca, ahora, una jubilación que llegará en el momento en que se democraticen los dogmas de la economía que brillaban como los de la fe antaño. Entre el paraíso fiscal y la confiscación hay grises de prudencia en los que cabe el bienestar. Hasta entonces el bárbaro seguirá tirando piedras al discrepante.
Cuantos más se vayan más precarias serán las prestaciones. La lógica es sencilla: invertir los términos para seducir los generadores de riqueza con un régimen fiscal elegante. El tren de la miseria se llega con puntualidad a la parada del peronismo.
Los cambios en la mentalidad no acontecen sin conflicto, pero la semilla de la libertad ya está plantada en los dominios de los que siguen creyendo en un Estado paternalista. Nada impide seguir encomendándose a Keynes ni seguir hipotecando irresponsabilidades, pero pronto o tarde tomarse a guasa los numeritos vendrá aparejado con un carnaval de desdicha que traerá consigo más populismo barato que asocia producción con robo y cree que gravarla mantendrá unas costuras deshilachadas y en quiebra. Libertad no es sinónimo de insolidaridad.
Al siglo XXI le queda mucho aún para demostrar la potencia de lo que será, gracias a la tecnología, la fiscalización del fisco; podremos vigilar al vigilante. Ya tiembla.
*** Santiago Molina Ruiz es periodista y filósofo