Hace ya una década, cuando la 'nueva política' emergía en España, el desaparecido UPyD presentó un estudio que cifró en 70.000 millones de euros el sobrecoste de nuestro Estado autonómico. Solo eliminando duplicidades -desde defensores del pueblo a consejos consultivos, entre muchos otros entes- el ahorro anual llegaba a alcanzar los 22.000 millones de euros.
Años después, en 2017, Convivencia Cívica Catalana calculó que el coste de los parlamentos autonómicos asciende a 336 millones de euros al año, siendo el de Cataluña el más caro en aquel momento.
Este año de pandemia, los Presupuestos Generales del Estado destinarán cerca de 89 millones de euros a pagar nóminas de altos cargos -entre ellos, Iván Redondo-. A su vez, los presupuestos de las distintas comunidades incorporarán partidas para pagar a los suyos. En el caso de la Comunidad de Madrid, se estima que el coste de los altos cargos -incluido el estratega de Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez (MAR)- hubiera rondado los 14 millones de euros este año.
A esto hay que sumar, el coste de los asesores en los distintos gobiernos que 'cogobiernan' en España.
Es llamativo -o más claro, inaceptable- que en estas partidas públicas destinadas a personal, los contribuyentes paguemos altos cargos y asesores que dedican buena parte de su tiempo a idear la estrategia electoral de sus líderes y partidos dejando en un segundo plano el interés general.
Los españoles no escatimamos en gasto en políticos a pesar de que la situación de nuestras finanzas públicas es más que delicada con una deuda pública que se acercará este año al 120% del PIB y un déficit que rondará el 9%.
Los españoles no escatimamos en gasto en políticos a pesar de que la situación de nuestras finanzas públicas es más que delicada
Para que se hagan una idea -y simplificando- si le restáramos el 'sobrecoste' de nuestras duplicidades, ese déficit podría acabar en menos del 3%.
España necesita políticos, aunque no tantos, o en su defecto, un gestor a lo Draghi para gestionar la pandemia.
La cuestión es que en un país en el que hay más de 5,5 millones de personas sin poder trabajar, esos políticos deberían tener claras las prioridades. Además de la emergencia sanitaria, hay muchas urgencias sociales y varias económicas.
En este último punto, la primera es repartir pronto las ayudas directas a empresas que llegan tarde, pero se aprobarán por fin este viernes y dejarán en manos de las comunidades autónomas 7.000 millones de euros para ayudar al tejido productivo a aguantar medio año más de restricciones.
La segunda, no menos importante, es preparar la gestión y ejecución de los fondos europeos para activar la economía con urgencia.
Se ha visto claro estos días, que los políticos están a otras cosas. Y es intolerable porque, como bien saben los economistas, para conseguir que los llamados 'efectos multiplicadores' de las ayudas europeas sean ambiciosos es necesario ejecutarlas lo más cerca posible del desplome que ha sufrido el PIB. Es decir, cuanto antes se gestione ese dinero, más provecho sacaremos de él.
En el segundo semestre de este año, España comenzará a recibir fondos de la Unión Europea -si no cometemos un desliz-. Y para poder absorber y ejecutar ese dinero habrá que reforzar la Administración, en algunos casos, con la cooperación del sector privado.
Sí, hará falta más personal al servicio del sector público, aunque las empresas se han ofrecido ya a poner esos recursos a disposición de los gobiernos para no perder oportunidades con los fondos. Y los partidos de la 'vieja política' tendrán que ponerse de acuerdo sobre cómo emplear ese dinero porque Bruselas quiere un pacto de mínimos entre PSOE y PP para no tirar por la borda sus transferencias con proyectos que no tengan garantías de perdurar en el tiempo ante un eventual cambio de Gobierno.
Dopada por el BCE, que va a seguir inyectando dinero en la deuda pública, la política española está a otras cosas. Mientras analizamos los efectos del terremoto político regional, se está produciendo un tsunami en el mercado laboral. Un caldo de cultivo idóneo para el populismo y un problema social que, ese sí, puede ser devastador.