La última cumbre del G7 (que no son los siete países más ricos, sino únicamente las democracias liberales más ricas del mundo) celebrada en Londres ha dejado algunas señales muy interesantes.
Primero, sobre lo que significa la vuelta de los Estados Unidos a los foros internacionales con algo más de propósito que el aprovecharse de sus socios mediante aquel unilateral, absurdo e insostenible America First de Donald Trump. Pero en segundo lugar, sobre la idea que la administración Biden está tratando de implantar entre los socios del exclusivo club: la de que los problemas globales se solucionan mediante decisiones y acuerdos globales, no con decisiones unilaterales.
El acuerdo que permitirá poner bajo control los agresivos, aunque hasta el momento legales, procesos de optimización fiscal de muchas compañías (no solo de las big tech, por mucho que alguna prensa se empeñe en difundir esa idea, sino de muchas otras multinacionales) supone un avance fundamental, aunque aún esté falto de planteamiento y acuerdo en otros foros más amplios como el G20.
Ante unos sistemas de fiscalidad internacional diseñados hace décadas que cualquier compañía multinacional podía hackear fácilmente para terminar pagando tasas impositivas absolutamente inmorales, se plantea una solución que se pretende sea global, y que establezca esquemas de funcionamiento más lógicos.
En un mundo hiperconectado, la situación de la fiscalidad internacional no era sostenible. Durante años, muchas compañías han evitado contribuir a la recaudación de impuestos de los países en los que obtenían su riqueza, con excusas como "es que genero muchos puestos de trabajo y pago sueldos". Claro, faltaría más: lo contrario sería esclavismo. O "es que pago mis impuestos allá donde genero el valor, por tanto, en donde hago el I+D"… Sí, cariño, pero tienes actividad aquí, y los tienes que pagar también aquí si quieres operar aquí, es lo que hay.
En un mundo hiperconectado, la situación de la fiscalidad internacional no era sostenible
Aún es pronto para conocer si el principio de acuerdo funcionará, si otros países se unirán a él -requisito indispensable para que efectivamente funcione-, si se sancionará o aislará internacionalmente a los paraísos fiscales o a las compañías que no cumplan, o si las multinacionales encontrarán nuevos, inmorales y asquerosos hacks para saltárselo. Pero como corolario de intenciones, resulta muy interesante: problemas globales, soluciones globales.
Esa filosofía es precisamente la que hace falta para hacer frente a otros problemas. En la misma cumbre, por ejemplo, Joe Biden instó a sus socios para tomar una posición más dura con respecto a China.
¿Por qué puede un país con reglas absolutamente laxas con respecto a los derechos de las personas hacer que sus trabajadores se maten a trabajar de nueve de la noche a nueve de la mañana durante seis días a la semana, y gracias a eso obtenga una clara ventaja competitiva? ¿Tiene sentido una propuesta de valor así? ¿Qué ha hecho China en realidad? Bajo una etiqueta pretendidamente "comunista", ha reinventado el capitalismo más salvaje, el más involucionista, el que hace que los trabajadores renuncien a derechos adquiridos durante siglos, y lo hace, además, sin ponerlo en un papel: la legislación laboral china, teóricamente, debería impedir esa forma de trabajar, pero la nula supervisión y una cultura empresarial muy arraigada lo impiden.
Mientras muchos trabajadores terminan en el hospital, los gobernantes chinos se dedican a desafiar a las democracias mundiales diciendo eso de "yo tengo otro método distinto que no debes criticar, y que funciona mejor que el tuyo". No, perdona: funciona mejor, a costa de un involucionismo indecente, de relajar determinadas reglas y, sobre todo, de tratar a los trabajadores como a recursos desechables.
El otro gran problema que toca solucionar ahora se llama emergencia climática. Y es, de nuevo, un problema global que requiere soluciones globales. De nada sirve que Tasmania sea ya neutra en sus emisiones de dióxido de carbono, si en China o en Polonia siguen construyendo centrales de carbón como si no hubiera un mañana.
Resulta fundamental eliminar esos grados de libertad: si emites más de lo que se puede emitir y renuncias a la sostenibilidad, como en el mundo vivimos todos, te las tendrás que arreglar por ti mismo en el panorama internacional, aislado comercialmente, como autarquía paria a la que todos vuelven la espalda. Buena suerte. Y si insistes en seguir emitiendo descontroladamente, ya veremos las decisiones que hay que tomar, pero no serán bonitas.
Esa es la magnitud del problema, y ese tipo de soluciones -con matices, por supuesto, como posibles bolsas para compensaciones- es lo que hay que poner encima de la mesa. Pero de entrada, ahora, cuando menos, hay alguien, aunque sea uno de los que históricamente más ha contribuido a algunos problemas, dispuesto a hacer eso: buscar soluciones globales a problemas globales. A ver si el resto del mundo se plantea estar a la altura.