Los precios máximos de la electricidad tienen tanto que ver con la evolución de los factores que la determinan como con el elevado componente político que subyace. No en vano es un sistema en el que empresas privadas y gestión pública chocan.
El funcionamiento de un mercado puede ser razonablemente eficiente sin necesidad de su sometimiento a las fuerzas que intervienen en la determinación del precio. Pero nunca puede tener equilibrio si existe una tensión permanente entre dos elementos tan contrapuestos como libertad y regulación. No es un tema de justicia social o de equidad. Veamos las causas.
La generación eléctrica, la comercialización, el transporte y la distribución, son los elementos claves que intervienen en la determinación del precio, pero no son los únicos. Es un mercado complejo en el que intervienen muchos agentes. Se dan circunstancias tan curiosas como que el que produce electricidad se la vende a un comercializador que puede pertenecer al mismo grupo empresarial, por lo que ganancias y pérdidas se “netean”. Es un entramado tan enrevesado que existen más de 270 comercializadoras operativas en España con una oferta comercial prácticamente idéntica.
Cuando el gobierno defiende el interés público de la electricidad lo hace con la convicción de que es una fuente inagotable de recaudación.
En los últimos años, España ha experimentado un importante aumento en la cantidad de comercializadoras que ofrecen servicio, de forma que España se ha convertido en uno de los países con más compañías de luz por habitante, en concreto, 9 por cada millón de contratos.
La regulación y la presión política, son factores de peso. Y no siempre en sentido positivo. Hasta 1997, el precio de la electricidad lo determinaba el gobierno con un extraño equilibrio de fuerzas públicas y privadas. Todos coincidían en que ni era un sistema eficiente ni competitivo. Y por eso se decidió su liberalización mediante la Ley 54/1997 de 27 de noviembre.
Se empezó por las privatizaciones para posteriormente dar paso a un baile de modificaciones a la Ley, tres en cinco años desde 2002 a 2007, hasta que finalmente se derogó en diciembre de 2013. No se puede negar por tanto que el debate tenga un trasfondo político amplio ya que en cada cambio siempre tuvo lugar un partido y una ideología diferente.
La cuestión es que la electricidad y su precio son un arma arrojadiza que sirve de excepcional cortina de humo, como estamos comprobando estos días.
Da igual el color del partido en el poder que esta situación de precios récord era inevitable. Es un problema tanto de diseño como de intervencionismo. Si el mercado fuera enteramente libre se podría pensar que en condiciones extremas, y este año hemos tenido dos en forma de temporal de frío y una ola de calor extrema, los precios podrían dispararse incluso más. Pero no. Eso es lo que pasa cuando se afronta el debate con una actitud corta de miras.
¿Acaso un ventilador duplica su precio cuando se rozan los 40 grados? ¿O un calefactor cuando la temperatura desciende hasta el punto de congelación? En condiciones de escasez de oferta podría ser cierto. Como también lo es que el valor de la última botella de agua en el desierto es cero.
La generación eléctrica, la comercialización, el transporte y la distribución, son los elementos claves que intervienen en la determinación del precio, pero no son los únicos.
El libre mercado, y en ausencia de colusión, tiene un mecanismo propio que permite activar equilibrios automáticos de oferta y demanda. Es microeconomía básica. Si los precios suben y no hay escasez del bien y además hay bienes sustitutivos, se produce un exceso de oferta que lleva a que exista un ajuste automático de precio que da un nuevo equilibrio con la demanda.
Tenemos un mercado con muchas fuentes de generación, todas competitivas y con capacidad de producción inmediata. No olvidemos que las tecnologías más baratas no se pueden almacenar por lo que su coste de oportunidad es muy bajo. Las empresas más eficientes siempre esperarán a que un agente suba precios para contrarrestar su oferta a un precio menor, de tal manera que se llegará a un equilibrio en el que oferta y demanda se encuentren y además lo hagan a un precio razonable. Nadie compra tomates a 6 euros el kilo si el mismo tomate se vende en el puesto de al lado a 5 euros. Si el mercado funciona bien siempre habrá incentivos para que pueda entrar un tercer ofertante y lo haga a 4 euros, pero difícilmente un cuarto ofertará 3 euros si eso significa vender por debajo de los costes fijos. El mercado se mueve por criterios de coste marginal.
El problema para los políticos es que producir energía no es caro. Lo es porque la fuente es “libre” e ilimitada, para un país como España en el que el 44% de la producción tiene su origen en renovables y nuclear. El problema es que siendo el mercado español un sistema marginalista, cuando la demanda es alta, para cubrir esa mayor necesidad se requieren de energías caras y contaminantes. Y entonces se paga dos veces. Una por el mayor coste de producción que tienen el gas y el carbón, y otra por el coste de contaminar (los derechos de emisión de CO2). A esto hay que añadir algo particular de nuestro mercado. Cuando el gobierno defiende el interés público de la electricidad lo hace con la convicción de que es una fuente inagotable de recaudación. Prácticamente dos tercios de la factura son impuestos y peajes. Casi nada.
El tema de contaminar menos y la conciencia social mal entendida de las nucleares, son un lastre para el consumidor. Porque, y esto que voy a expresar es políticamente muy incorrecto, no contaminar es muy caro. El problema es que no hay opción de no hacerlo. Cada vez que se revisan los objetivos de emisión de gases de efecto invernadero el coste de los derechos se eleva, como demuestra que en los últimos tres años el precio por tonelada equivalente de ha multiplicado por más de cinco veces. Según el Banco de España, los costes de los derechos explican una quinta parte del aumento de los precios en el mercado de generación. El otro gran responsable es el precio del gas.
En definitiva, la luz seguirá marcando máximos de forma ineludible. Si no se quiere contaminar hay que asumir que hay que pagar por ello. La cuestión es, preferimos salvar el planeta o mantener gastos superfluos o innecesarios como las televisiones públicas. Si de verdad la electricidad fuera un tema capital, habría dos cosas: consenso político y prioridad para una regulación justa. Ya les digo, queridos amigos, que ni una ni otra las vamos a tener.