Tras declarar que se ha vacunado a los españoles sin tener en cuenta a quien han votado, el presidente del Gobierno ha anunciado que se apropiará de 2.600 millones de euros de los "beneficios extraordinarios" obtenidos por las empresas eléctricas para reducir el precio de la luz. Ambos pronunciamientos muestran un inquietante sentimiento patrimonialista.
El jefe del Ejecutivo parece considerar que España es de su propiedad y que la salud y la riqueza de los ciudadanos y de las empresas están sujetos a su voluntad imperial. Esta actitud refleja unos tics autoritarios incompatibles con los principios básicos sobre los que se asienta una democracia liberal y una economía de mercado.
Como se ha repetido hasta la saciedad, España tiene los impuestos y gravámenes sobre la electricidad más altos de toda la UE. Estos suponen el 60% de la factura eléctrica. Por tanto, el Gobierno tiene una responsabilidad directa en la existencia de una electricidad cara y ahora es el gran beneficiario de su encarecimiento.
Obtendrá de la compra de derechos de emisión de CO2 por parte de las compañías del sector unos 2.700 millones de euros. En comparación, el coste para la Hacienda Pública del recorte temporal de la fiscalidad eléctrica asciende tan sólo a 900 millones de euros.
El jefe del Ejecutivo parece considerar que España es de su propiedad y que la salud y la riqueza de los ciudadanos y de las empresas están sujetos a su voluntad
Para más inri, quienes están sufriendo las consecuencias de la brutal escalada del recibo de la luz son los consumidores con tarifas fijadas por el propio Gobierno, PVPC, mientras los 20 millones de ciudadanos acogidos al mercado libre no están soportando ese impacto.
La causa es clara. La evolución de los precios regulados está sujeta a su evolución diaria, mientras los liberalizados están regulados por contrato bilateral entre las compañías y los usuarios y, obviamente, sus condiciones no se alteran con frecuencia diaria. De momento, esto ofrece protección a esos consumidores.
Si los sufridos consumidores patrios, familias y empresas, son víctimas de la voracidad recaudatoria de la coalición social-comunista y de una mala regulación, las compañías eléctricas contribuyen a las arcas del Estado a través del Impuesto de Sociedades (IS). Sus beneficios, como es lógico y natural, tributan y cuanto mayores son más impuestos pagan. Y, desde luego, España no es un paraíso fiscal para las compañías. Según cálculos de la OCDE, el tipo efectivo del IS español es el 24,8% frente al 20,1% en la UE; es decir, está 4,7 puntos por encima de la media europea.
En este contexto, la decisión gubernamental de incautar una parte sustancial de los beneficios de las compañías eléctricas de forma arbitraria y rompiendo las reglas del juego vigentes es algo muy grave.
Por un lado, quiebra uno de los fundamentos esenciales de un Estado de derecho, el de la seguridad jurídica; por otro, ataca de manera frontal el derecho de propiedad. Esto, por desgracia, no es una novedad sino una constante en la actuación desplegada por el Gobierno desde su ascenso al poder, un reflejo de su filosofía colectivista.
La decisión gubernamental de incautar una parte sustancial de los beneficios de las compañías eléctricas de forma arbitraria y rompiendo las reglas del juego es algo muy grave
En el plano de la economía, la actuación del Gobierno es un caso clásico de inconsistencia temporal de la política económica. Un Gobierno mantiene un marco institucional X dentro del cual las compañías toman sus decisiones y lo modifica en un momento Y con el objetivo de obtener algún tipo de ganancia financiera o política.
Este comportamiento tramposo quizá genere beneficios a corto para quien lo realiza, dudoso, pero destruye la credibilidad de sus promesas y la confianza, lo que influye de manera negativa en las expectativas de los agentes económicos, lo que desincentivará la inversión doméstica y exterior. Esto es siempre malo, pero resulta letal en una economía aún convaleciente de la crisis desatada por el Covid-19.
Confiscar con alevosía y nocturnidad los beneficios de las empresas eléctricas lanza un nefasto mensaje a los demás inversores y empresarios que operan en España y, por supuesto, a los situados fuera de las fronteras patrias.
La seguridad y rentabilidad de sus inversiones reales o potenciales en la Vieja Piel de Toro están sujetas al capricho y a la discrecionalidad del Ejecutivo. Esto configura un entorno político-institucional propio de una república bananera y desincentiva el desarrollo de la actividad empresarial en España. Es una invitación a no entrar en el país, a salir de él cuanto antes y, si no se puede hacer ninguna de esas cosas, a invertir menos. Sin seguridad jurídica y sin respeto a la propiedad privada nada puede ir bien en una economía.
Los gobiernos incompetentes, demagogos y populistas siempre buscan un enemigo exterior para justificar las adversas consecuencias de sus políticas. Ahora, las eléctricas cumplen ese papel; mañana serán otras las víctimas propiciatorias, las cabezas de turco sobre las que cargar todos los males.