La crisis de precios energéticos que asola las cuentas de resultados de las empresas europeas y socava los presupuestos familiares es, ante todo, un problema geopolítico de primer nivel, al contrario de lo que defendió la canciller alemana Merkel tras finalizar la reunión última que mantuvo con el presidente ruso Putin en agosto.
Es necesario distinguir los dos escenarios por los que el gas se ha convertido en un problema de primer nivel para las economías europeas. Por un lado, una situación coyuntural derivada del agotamiento de inventarios tras los sucesivos confinamientos totales o parciales decretados por los gobiernos para luchar contra la pandemia (los inventarios europeos se encuentran al 71% frente al 93% en la misma fecha de 2020), unida a la expansión de la demanda especialmente en Asia más otros factores estacionales.
Pero, por otro lado, está consolidándose un cambio estructural que se ha ido fraguando lenta pero inexorablemente en los últimos años tanto en el lado de la oferta (el gas está en manos cada vez de menos países y cada vez más autoritarios) como en el lado de la demanda (el impulso de políticas energéticas destinadas a la lucha contra el cambio climático y la transición energética, han colocado al gas natural como la principal energía de estabilización y respaldo).
Tanto por la situación coyuntural como estructural, el gas natural ha multiplicado su precio en los últimos meses, estresando los sistemas eléctricos y térmicos de toda Europa, y provocando un incremento de los costes de producción de las empresas difícilmente compensables a corto plazo.
Si bien los principales mercados de gas han experimentado fuertes subidas, el más activo y preocupante a nivel global es el gas procedente de Rusia y muy especialmente Gazprom, primer productor mundial de gas (12% de la producción mundial) y del cual dependen el día a día de decenas de millones de hogares y empresas europeas.
Gracias a la coyuntura de inventarios y demanda, Rusia está utilizando de manera efectiva el gas como herramienta de poder frente a una Unión Europea cada vez más dependiente de su suministro y con Estados Unidos en horas muy bajas tras la retirada caótica de Afganistán.
Aunque Rusia intentó usar el gas como fuente de conflicto y tensión en varias ocasiones en la última década, no tuvo éxito por su situación de debilidad, por la irrupción de Estados Unidos en el mercado del gas global (incluso convirtiéndose en principal productor con más de un 20% de cuota de producción mundial). Y también por su propia debilidad económica interna tras las sanciones decretadas por Estados Unidos y la UE.
Rusia está utilizando de manera efectiva el gas como herramienta de poder frente a una Unión Europea cada vez más dependiente de su suministro
Sin embargo, ahora sí que se ha convertido en un arma efectiva, poniendo en jaque la seguridad del suministro energético de la UE, especialmente de la Europa Central. Y se ha convertido en un elemento de injerencia efectiva en la campaña electoral en Alemania, país especialmente vulnerable por su débil posición de reservas de gas de cara al invierno (casi 30 puntos porcentuales menos que hace un año) y su enorme dependencia para la producción de electricidad. Recordemos que el parón nuclear y la retirada gradual del carbón han dejado al gas como principal energía, obteniendo el precio al consumidor final más caro de la UE-27.
Dada la gravedad de la situación, la canciller Merkel buscó llegar con Putin a una especie de pax romana en un momento en el que Putin no tiene ningún incentivo a ceder en sus posiciones y menos a hacer un gesto de buena voluntad en torno a no volver a atacar Ucrania a medio plazo e iniciar el repliegue de la península de Crimea.
Sin esto, Estados Unidos no levantará las sanciones sobre las empresas que colaboran en la construcción del nuevo gasoducto que conecta directamente Rusia con Alemania (el Nord Stream 2) y, por tanto, será difícil que entre en servicio con una antelación suficiente a 2024, fecha en la cual Rusia anunció la caducidad del actual gasoducto que cruza Ucrania.
Por tanto, la situación a corto plazo no puede ser más negativa para Europa y, en consecuencia, para los presupuestos familiares y empresariales. Tras el fracaso de la cumbre de paz celebrada sobre Crimea en Kiev, a la cual no asistieron ni Francia ni Alemania, está más lejos la resolución de un conflicto que compromete el suministro energético de Europa. Algo que provoca tensiones en el resto de los mercados de gas, empezando por Argelia, la cual anunció la ruptura del contrato que mantenía con Marruecos y la afectación que esto tendrá en España.
Un 'cuello de botella' como el actual agita los fantasmas del cambio estructural que se produjo en los años previos a la gran crisis energética de los años setenta del siglo pasado.
En aquel momento, la mayor parte de la mezcla de combustibles y la materia prima energética por excelencia fue el petróleo. Ahora lo es el gas, un producto al que la política energética europea ha dado cancha suficiente como garante del suministro, el cual genera menos contaminación, con poder energético importante y jugando un papel clave para las industrias.
La falta de alternativas al gas -o bien por haber sido proscritas como la nuclear o bien tecnológicamente no maduras como el almacenamiento con baterías y otros dispositivos de la energía proveniente de las renovables- aboca a una mayor dependencia. También a precios muy altos hasta que los oligopolistas –empezando por Rusia– pongan fin de manera momentánea a la tensión. Este es el juego al cual Putin está sometiendo a Europa.
*** Javier Santacruz es economista.
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