Las noticias sobre el precio de la electricidad y los récords que batía cada día se han convertido, sin duda, en el culebrón del verano, si no fuera porque los culebrones solían apuntar a noticias generalmente de poco calado que se prolongaban artificialmente para rellenar espacio en los medios. En esta ocasión, en cambio, hablamos de algo que no solo es tristemente real, sino que, además, nos afecta a todos, y no solo en la factura que nos envía la compañía eléctrica, sino mucho más allá.
¿Qué es lo que realmente ocurre con la electricidad? Básicamente, una tormenta perfecta. Por un lado, una salida de la pandemia que ya nos sitúa en niveles de actividad económica relativamente próximos a los de antes de marzo de 2020, con el consiguiente incremento del consumo de energía. Por otro, un tejido energético aún no suficientemente descarbonizado, en el que el gas es un elemento fundamental.
Las viejas centrales de carbón se están desmantelando a marchas forzadas ya no solo por sus emisiones, sino porque ya no resultan económicamente viables, y las nucleares no son vistas como una opción recomendable (salvo por aquellos que cobran su sueldo de ellas). Esto se debe a que absolutamente nadie las quiere tener cerca de su casa y, sobre todo, a que en un mundo cada vez más inestable y con un drástico incremento de las catástrofes climáticas, son una potencial bomba de relojería.
En este contexto, el gas, que en Europa proviene fundamentalmente de Rusia o, en el caso de países del sur como España, de Argelia, se ha encarecido enormemente, y amenaza con fluctuaciones en su suministro.
Depender de países como Rusia o Argelia no parece la mejor de las situaciones para nadie, y algunos países como el Reino Unido han entrado, justificadamente, en modo pánico: los precios del gas se han encarecido un 420% de año a año, Rusia amenaza con no exportar más que el gas que no necesiten, y el Reino Unido, ya fuera de Europa y geográficamente al final del recorrido, se puede quedar tan solo con los restos del gas que el resto de Europa no consuma.
Depender de países como Rusia o Argelia no parece la mejor de las situaciones para nadie
Debido al sistema de subasta de la electricidad, en el que la energía adjudicada se paga al precio de la más cara, el gas es quien está marcando los precios. Un sistema así resulta completamente contraproducente, porque de hecho, estimula a las empresas productoras a no innovar y a mantener artificialmente sus centrales con sistemas de producción más cara para así mantener esos precios artificialmente inflados.
Pero el gas supone un problema adicional: además de utilizarse en las centrales eléctricas, se utiliza para calentar muchos hogares, así que los sustos que algunos se están llevando con la factura de la electricidad pueden multiplicarse por un factor muy significativo en cuanto empiecen los rigores del invierno y haya que encender las calefacciones. Como dirían en Juego de Tronos, "winter is coming", y este año puede significar una crisis que deje a muchos sumidos en la durísima pobreza energética.
El remedio, mucho me temo, no es jugar a un "quítame aquí este impuesto", sino apostar a largo plazo.
La única posibilidad de evitar que esta situación siga poniéndonos cada vez más en manos del suministro de una materia prima cara, de precio inestable, en manos de pocos países y con el importantísimo problema medioambiental de la producción de metano (un gas con un efecto invernadero mucho más importante que el dióxido de carbono) es invertir mucho más en renovables, hasta el punto de crear una sobrecapacidad en base tanto a instalaciones centralizadas - granjas solares - como descentralizadas - en tejados de viviendas.
Los mitos que afirman que las renovables no pueden cubrir la demanda debido a su naturaleza discontinua, a que hay momentos en los que el sol no brilla o el viento no sopla pierden su sentido cuando se planifica suficiente capacidad y cuando se diseñan infraestructuras de almacenamiento, en forma de tecnologías perfectamente probadas.
Países como los Estados Unidos están apostando a que el sol generará el 50% de la energía en 2050 y dotándose de la capacidad necesaria para ello, y el viento representó este año pasado el 42% de todas las nuevas instalaciones energéticas.
El Reino Unido, que está apostando fuertemente por la eólica marina flotante, ya genera con ella 54GW, más que la potencia total instalada en España en centrales térmicas alimentadas con combustibles fósiles. ¿Y en España? Será por costa…
La apuesta no es únicamente medioambiental: es una cuestión de costes y de equilibrio, incluso para países productores de petróleo como los Estados Unidos. La única alternativa válida es apostar por la energía que resulta más barato producir y la que, además, no contamina. Y para España, que no produce petróleo y, sin embargo, si tiene abundante sol, viento y costa, no hay nada que tenga más sentido.