El 15% mínimo de impuestos a las empresas es prioritario
Incrementar las recaudaciones de las haciendas de los Estados de forma perentoria no constituye ahora una opción, sino un imperativo insoslayable.
Una guerra, la de Vietnam, fue el origen último del más discreto paraíso fiscal del mundo, que no resulta ser ninguna virginal isla del Caribe bañada por aguas cristalinas y repleta de idílicos cocoteros, sino los Estados Unidos de América, país que hoy preside alguien que fue senador por una pequeña pero muy celebrada demarcación llamada Delaware durante nada menos que 36 años. Y otra guerra, la que ahora mismo enfrenta a la humanidad toda contra la Covid-19, acaso pudiera suponer el principio del fin de esos agujeros negros y de sus muchos sucedáneos en apariencia respetables.
Porque las guerras, además de su precio en vidas, conllevan enormes costes materiales. Los asociados tanto a la lucha en sí como a la posterior reconstrucción de las infraestructuras dañadas o destruidas, quebrantos que disparan hacia el límite de lo concebible las deudas de los Estados. A esos efectos estrictamente contables, esta guerra mundial que aún libramos, la tercera, no resulta ser en absoluto distinta a las otras dos que la precedieron. Así, los saldos deudores de los principales países desarrollados son ya equiparables a los que esas mismas naciones arrostraban cuando se dio oficialmente por finalizada la Segunda Guerra Mundial. En promedio, un 125% del PIB.
A nivel planetario, el combate contra el virus ha triplicado el tamaño del déficit público. Si la Tierra fuera un Estado-nación, su déficit sería a estas horas del 11% del PIB. Únicamente a título ilustrativo, recuérdese que Grecia tuvo que ser intervenida por la Troika en medio de escenas de genuina angustia en los mercados financieros internacionales cuando la deuda soberana del país alcanzó un porcentaje un poco más alto, pero sólo un poco: el 147 %. Por lo demás, el problema de esos pasivos siderales no reside tanto en que haya que pagarlos (cualquier somero conocedor de la biografía económica de Occidente sabe que no se suelen amortizar nunca), sino en que hacerlos sostenibles en el tiempo exige acelerar el ritmo del crecimiento ordinario. Por eso, los históricos planes de estímulo en Estados Unidos y Europa.
Aspirar a que las empresas contribuyan a la reconstrucción con un 15% de los beneficios que declaran en otras jurisdicciones fiscales laxas o inexistentes no parece gran cosa
Y de ahí que incrementar las recaudaciones de las haciendas de los Estados de forma perentoria no constituya ahora una opción, sino un imperativo insoslayable. Ese es el muy preciso contexto en el que procede enmarcar la iniciativa del Gobierno de Estados Unidos, sucesivamente asumida luego por el G7, el G20, la Unión Europea y la OCDE, en pos de lograr una tributación efectiva mínima del 15% sobre los beneficios contables en el impuesto de sociedades de las grandes corporaciones que producen y venden extramuros de los entornos domésticos nacionales, donde se siguen ubicando las matrices.
Aspirar a que esas empresas también contribuyan a la reconstrucción con hasta un pequeño 15% de los beneficios que declaran en otras jurisdicciones fiscales laxas o inexistentes no parece gran cosa. Pero, no siendo gran cosa, técnicos de la Unión Europea han calculado que la recaudación conjunta de los países de la Unión se incrementaría en 48.300 millones de euros caso de llegar a hacerse efectiva; por su parte, la de Estados Unidos subiría en una cifra muy similar: 40.700 millones de euros. Vacunar al 70% de los habitantes del mundo durante el año próximo, 2022, estima el FMI que implicaría un coste aproximado de 50.000 millones de dólares. Dólar arriba, dólar abajo, más o menos la mitad de lo que sólo entre Estados Unidos y la Unión Europea pueden llegar a recaudar con ese raquítico 15%.
Pero volvamos con los escenarios bélicos. Al concluir la Primera Guerra Mundial, las potencias vencedoras llegaron a un acuerdo para que los derechos de fijar impuestos sobre las compañías con actividad en más de un Estado recayeran tanto en el país donde se radicasen las empresas como en las otras naciones donde se generaran ganancias. Principio general que, un siglo más tarde y tras la definitiva eclosión globalista, ha llevado una permanente subasta fiscal a la baja entre todos los países con el afán de atraer inversiones exteriores.
El Reino de España parece que va a implementar el acuerdo en breve
Alemania ha mutilado su impuesto de sociedades en 20 puntos desde el cambio de siglo (ha pasado del 51% al 30 %). Estados Unidos ha seguido una tendencia similar, reduciéndolo al 26% desde el 50% en que estaba fijado cuando el año 2000. El Reino Unido, por su parte, se deslizaría desde el 30% durante los mismos tiempos hasta un minimalista 19%. España, en idéntica línea que los demás, transitó desde un tipo general del 35% hasta el 25% vigente. En cualquier caso, todos ellos recortes en extremo timoratos cuando se comparan con los marcos tributarios que rigen en lugares como Luxemburgo, Irlanda o los Países Bajos, sin necesidad de hurgar mucho más lejos, rumbo al Pacífico.
Y de ahí los ingentes esfuerzos de imaginación que exige la cabal comprensión de hechos como el que, por ejemplo, una farmacéutica especializada en la producción de plasma sanguíneo de exclusivo uso hospitalario logre obtener, y de modo sistemático, cuatro veces más beneficios en Irlanda, país poblado por cinco millones escasos de habitantes, que en España, nación donde, a 1 de enero de 2021, residían de modo permanente 47.394.223 personas.
Por no abundar, en fin, en la humorada de que Luxemburgo, una bonita mota de polvo posada en el mapa de Europa, concentre dentro de sus fronteras, a decir de informes oficiales del FMI, inversiones extranjeras por un montante de cuatro billones de dólares norteamericanos. Porque ese 15% no deja de ser una anécdota frente a la categoría, también ansiada ahora por Biden, de que las transnacionales paguen al fisco allí donde en verdad obtienen los beneficios, no donde dicen obtenerlos. Y sí, el Reino de España parece que va a implementar el acuerdo en breve.
*** José García Domíngez es economista y periodista.