¿Soy la única que tiene la sensación de que todas las Cumbres de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP) son exactamente iguales? Algún invitado de honor (ya sea Greta Thunberg o el príncipe Carlos de Inglaterra) da un discurso apocalíptico, los líderes mundiales se muestran preocupadísimos, luego anuncian un par de acuerdos y compromisos no vinculantes y regresan a sus respectivos países para dar carpetazo al asunto hasta la foto del año siguiente.
Igual estoy siendo demasiado dura, pero el mundo lleva celebrando estas reuniones desde hace casi 30 años y lo más destacable que ha pasado desde entonces es que las emisiones de gases de efecto invernadero no han parado de aumentar. Eso sí que es un hecho. Para que se haga una idea, las medidas tomadas a raíz de la considerada histórica Cumbre de París (COP21) de 2015 ni siquiera son suficientes para cumplir sus propias metas de reducción de emisiones.
Con aquel pacto, cada país firmante se comprometió a actuar para limitar el aumento de la temperatura a un máximo de 2 °C sobre niveles preindustriales o, preferiblemente, dejarlo por debajo de 1,5 °C. No obstante, la tibieza de las medidas que han adoptado desde París dejaría una subida de 2,7 °C para finales de siglo, según el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos del Cambio Climático de la ONU.
Otra de las cosas que se repiten hasta la saciedad en todas las COP es que cada una representa 'el momento clave', 'la última oportunidad' para darle la vuelta al marcador planetario. Sin embargo, el cambio climático ya hace años que nos gana por goleada. Por mucho que los países digan que trabajan para frenar el aumento de temperaturas, lo cierto es que el mundo ya se ha calentado 1,1 °C frente a niveles preindustriales.
La tibieza de las medidas que han adoptado desde París dejaría una subida de 2,7 °C para finales de siglo
Por eso me saca de quicio que cada año la COP de turno se llene de palabras, intenciones y compromisos que no nos llevan a ningún sitio. Uno de los primeros acuerdos de la de este año ha sido el de acabar con la deforestación en 2030. No mañana ni el año que viene, no, dentro de casi una década.
Con tal margen de tiempo y 66 años cumplidos, no me extraña que el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, haya sido uno de los primeros en firmarlo. Quedó genial cuando hace unas semanas salió en los medios diciendo que acudiría a la COP26 para proteger el Amazonas. Pero no solo no ha ido, que cada día destruye este territorio sin miramientos con sus políticas.
Y lo peor de todo es que, aunque la protección de los bosques resulta fundamental, no podemos confiar en los árboles como única medida para luchar contra el cambio climático. Además de reducir el CO2 que ya emitimos, hacen falta otros enfoques tecnológicos para secuestrar parte del que ya hemos liberado y para lograr una transición energética transversal que llegue a cada rincón de la economía y la sociedad.
El problema es que plantar árboles y firmar acuerdos voluntarios a 20 años vista resulta mucho más fácil y barato que realizar inversiones de riesgo en innovaciones que tardarán años en dar frutos y promulgar legislaciones agresivas que podrían tener graves consecuencias geopolíticas, como el impuesto fronterizo al carbono en el que trabaja la Unión Europea.
Este arancel a los productos extranjeros más contaminantes intentará incentivar a los fabricantes de fuera de la UE para que evolucionen a métodos de producción más sostenibles y protegerá a los productores europeos de la competencia desleal de la manufactura más barata que se permite donde no hay leyes climáticas tan agresivas. Pero, para que este tipo de medida tenga éxito, los gobiernos líderes deben hacer otra cosa que les encanta mencionar y que brilla por su ausencia a la hora de ponerla en práctica: pagar.
En el Acuerdo de París y tras décadas acumulando la mayor parte de las emisiones históricas, los países desarrollados se comprometieron a aportar un total de 100.000 millones de dólares anuales para ayudar al resto a avanzar con sus transiciones energéticas, justo el tipo de medida que contrarrestaría el imperialismo del arancel al carbono impuesto por la UE.
Sin embargo, la OCDE advierte de que el dinero recaudado cada año siempre se queda en entre el 60 % y el 70 % del total, y no espera que la cifra anual se complete hasta como pronto 2023. A mí me dan ganas de echarme las manos a la cabeza, pero ¿qué puede esperarse de unos acuerdos internacionales cuyas metas están autodeterminadas por cada país, son voluntarias y no vinculantes?
Sin sanciones ni penalizaciones, el único peaje por no cumplir los compromisos es una mala imagen pública, algo que a algunos les importa más bien poco, como demostró Trump cuando sacó a EEUU del Acuerdo de París durante su mandato. Así que, a menos que este año el mundo alcance pacto verdaderamente ambicioso y obligatorio, me da que la COP26 va a acabar igual que la de todos los años, como el día de la marmota.