Se va el año. Apenas queda un mes para terminar el semestre académico y, entre puentes y vacaciones de Navidad, también el año 2021. Un año complicado en el que, cada vez más percibo en mis colegas un cansancio que ha ido alimentándose gota a gota. Desde el año 2008 hemos tenido que explicar muchas cosas.
Si era verdad que, como afirmaba el Gobierno, la crisis era cosa de los cenizos de siempre; una vez admitido el batacazo, si era oportuno pedir el rescate; por qué la recuperación española iba tan lenta; si había que suprimir el carbón, el diésel, los coches, los vuelos; cuando llegó la pandemia, la profundidad del abismo en el que nos sumíamos mientras se cerraban país tras país y se desmoronaba la actividad económica global; si las vacunas iban a arreglar el roto económico; qué pasa ahora con los microchips y con los contenedores; si hay que alegrarse de que Estados Unidos pierda puestos frente a China y si los está perdiendo realmente; si la crisis actual es de oferta, de demanda, o de ambas; si, de verdad, hay que comprar ya el whisky escocés y los regalos para estas fiestas navideñas, porque vamos a tener (más) escasez; si va a haber un apagón de dos semanas en algún momento del año que viene, como ha salido en las noticias.
Y, sobre todo, en este último mes, tenemos que explicar qué pasa con la inflación, sus causas, consecuencias, su duración y su peligrosidad potencial. Todo muy cansado.
Para mí, especialmente fatigoso es convencer a los españoles de dos cuestiones que, además, están relacionadas y son fundamentales para entender la crisis en la que vivimos.
Una es la relación entre la economía real y la economía monetaria. Desde el parón de la actividad económica hacia marzo del 2020, las miradas de los economistas se han dirigido a las cadenas de valor rotas y la logística global manga por hombro.
Justo al revés de lo sucedido durante la crisis del 2008 cuando la atención estaba concentrada en los factores monetarios que desencadenaron la catástrofe. En ambos casos, los economistas hemos tenido que recordar que la oferta y la demanda son dos caras de la misma moneda y si pellizcas a una, también le duele a la otra. De hecho, la crisis de la pandemia es un claro ejemplo de la crisis 'pinza': de oferta y de demanda. Otra cosa es que sea la oferta la que se ha llevado la peor parte, como está sucediendo.
La crisis de la pandemia es un claro ejemplo de la crisis 'pinza': de oferta y de demanda
El caso es que, en el 2008, tras la crisis financiera llego el tsunami de la economía real, especialmente en los países menos protegidos por políticas económicas sanas. Es decir, por políticas económicas que eliminaran lastres y dependencias: cuentas públicas decentes, banca saneada, independencia energética, empleo, moneda estable, libre comercio.
No era el caso de España. Más bien al contrario: alto desempleo, dependencia energética, crecimiento del gasto público (con gran regocijo por parte de los estómagos agradecidos de turno) y demás. La banca se saneó por obra y gracia de la Unión Europea.
¿Qué pasa ahora? Tenemos una inflación alta y creciendo que es atribuida por muchos economistas, exclusivamente, a factores relacionados con la economía real: la antigua "inflación de costes". Y no digo yo que no, pero algo tendrá que ver la enorme inyección de dinero inyectado. Es cierto que en el 2008 también hubo acceso al créditos blandos europeos o el quantitative easing estadounidense.
Pero, al menos en el caso europeo, ese dinero cayó en manos de los bancos, que efectivamente no estaban creando dinero, para que compraran deuda soberana. La repercusión en las familias y las empresas fue muy poca. Así que lo que hubo fue inflación de deuda.
Esta vez ha sido diferente. Como afirmaba el pasado viernes el economista, profesor de la Universidad de Buckingham y director del Institute for International Monetary Research, Juan Castañeda, en el año 2020 en Estados Unidos, "la tasa de crecimiento monetario llegó a situarse en el 25% de crecimiento anual, la más elevada desde la Segunda Guerra Mundial". ¿Vamos a descartar que la inflación tiene causas monetarias.
El otro tema difícil de explicar es, precisamente, que las variables monetarias, aunque no se vean, existen. Es como ir a un enorme desierto cálido con un grupo de excursionistas y explicarles que bajo la ardiente arena corren ríos subterráneos. No ven el agua. Les costaría darse cuenta de los efectos de ese fenómeno y su manifestación en el desierto .
Si el entorno fuera otro y los cauces estuvieran por encima de la tierra, los excursionistas lo verían, sentirían la humedad, escucharían sonido del agua río abajo. De la misma forma, las variables monetarias no se ven, se cuantifican, pero no se tocan o se perciben como se percibe la acumulación de contenedores en el puerto de Los Ángeles.
Uno nota que no llega a fin de mes porque los precios están muy altos. Pero la inflación monetaria no es eso. Eso es el efecto de la inflación monetaria, que consiste en la pérdida de valor de la moneda. Y esta consecuencia no se produce de la noche a la mañana, como anticiparon varios economistas desde Richard Cantillon hasta nuestros días.
Por eso es especialmente difícil de señalar al común de los mortales, que nos agarramos a lo tangible. La economía monetaria que tanto me gusta es árida y poco agradecida. Es fácil acusar a los mercados financieros, a los bancos, al dinero de cualquier cosa que suceda.
Quienes estudian los fenómenos monetarios, como el profesor Castañeda, por ejemplo, advierten que la inflación no es un fenómeno pasajero. En Europa, podría rebasar el 5% en los próximos dos años y en Estados Unidos, probablemente, será mucho peor.
Su argumento: "la expansión cuantitativa los bancos centrales han disparado el crecimiento del dinero a tasas incompatibles con la estabilidad de precios y la estabilidad macroeconómica". Para los optimistas: luego no digan que no se podía saber.