Los aciertos de la nueva ley concursal
El fracaso del sistema español de insolvencias estribaba en que los acreedores ordinarios de las compañías que acaban en liquidación apenas percibían nada.
El Consejo de Ministros del pasado 21 de diciembre aprobó remitir al Parlamento el proyecto de Ley de Reforma de la Ley Concursal, cuestión que constituye una buena noticia para el conjunto de la economía española, no solo porque sea una de las reformas comprometidas para recibir los fondos NextGenerationEU sino porque contribuirá a un mejor funcionamiento de nuestros mercados.
En este sentido, la última versión conocida del anteproyecto contempla, además de nuevos instrumentos para que los negocios viables en dificultades puedan afrontar la situación, una notable reducción de las barreras existentes para que las empresas inviables salgan del mercado, mejorando así la eficiencia en la asignación de recursos.
La reducción de las barreras se implementa suprimiendo trámites judiciales y muy especialmente a través de la digitalización de los procedimientos de insolvencia para microempresas que eliminarán la obligatoriedad de gastar recursos de los acreedores para retribuir a procurador, abogado y administrador concursal.
La comprensible oposición a esa eliminación de barreras por parte de algunos afectados, que ven peligrar su statu quo, no debe ser óbice para implementar mejoras en la eficiencia del sistema puesto que el interés general al que obedece esta reforma ha de prevalecer sobre el interés particular de aquellos.
En efecto, los mercados de competencia perfecta asientan su eficiencia para asignar recursos en la ausencia de barreras de entrada y salida, entre otros postulados. Sin embargo, el sistema concursal vigente en España parte de la idea de que la solución 'normal' de una insolvencia sería el acuerdo con los acreedores para que estos renunciaran a parte de sus derechos y la empresa siguiera en el mercado.
El idealismo estatista -en afortunada expresión de Benito Arruñada- quizá explique tan peculiar concepción, según la cual lo 'normal' sería que ninguna empresa saliera del mercado o que, si alguna lo hiciera, tomara la decisión cuando aún contara con recursos para atender la totalidad de sus deudas.
Tan ilusoria concepción acerca de la capacidad del legislador para poner puertas al campo recuerda al famoso edicto del Maximum mediante el que Diocleciano prohibió -bajo pena de muerte- las subidas de precios. A pesar de tan expeditivas sanciones, el emperador romano hubo de afrontar la realidad económica, del mismo modo que el regulador español ha debido asumir ahora la evidencia de que la mayor parte de las insolvencias terminan en liquidación.
Con todo, el fracaso del sistema español de insolvencias no estriba tanto en que la mayor parte de las empresas que se acogen a un concurso de acreedores terminen en liquidación -algo inherente a la economía de mercado-, cuanto en que los acreedores ordinarios de esas compañías apenas perciban nada y para colmo, el procedimiento dure una media de 60 meses.
El fracaso del sistema español de insolvencias estriba en que los acreedores ordinarios de esas compañías apenas perciban nada
Además de para la economía en su conjunto, la norma proyectada es positiva también para la mayor parte de los afectados por las insolvencias empresariales; esto es así tanto para las empresas que atraviesen dificultades financieras como para las afectadas por la insolvencia de sus clientes. En el caso de las primeras porque ahora dispondrán de los planes de reestructuración para intentar conseguir el apoyo de sus acreedores en un proceso de negociación que se desarrollará al margen del juzgado. Este solo intervendrá para impedir comportamientos oportunistas de algún acreedor que pretenda boicotear la negociación y, cuando esta culmine, para convalidar el proceso.
La norma proyectada es positiva también para la mayor parte de los afectados por las insolvencias empresariales
Los afectados por la insolvencia de sus deudores, por su parte, se verán especialmente favorecidos cuando quien les deba dinero sea una microempresa abocada a la liquidación puesto que en lugar de ver como los últimos recursos van a parar a manos de un administrador concursal, podrán albergar alguna esperanza de recuperar parte de lo que se les debe. Por supuesto, si desean pagar de su bolsillo a un administrador concursal podrán hacerlo, pero la ley ya no les obligará a ello.
Como se ha señalado, es cierto que la norma no trae buenas noticias para todos los integrantes del ecosistema concursal. Por ejemplo, al sacar de las manos de los jueces la designación del cargo de administrador concursal, es presumible que languidezca la floreciente industria de congresos concursales que facilitaba a los designadores dar rienda suelta a su vocación docente. Mientras, los candidatos al nombramiento pugnaban por su preferencia asumiendo el papel de organizadores con unas formas que recordaban demasiado a los antiguos congresos médicos de la industria farmacéutica.
Con todo, en determinados casos persistirá la facultad de los jueces para nombrar al administrador concursal, de forma que, al tener que justificar por qué nombran a uno concreto para los casos más suculentos podrán desterrar las conjeturas que se abrían paso entre los no agraciados.
La norma, en fin, constituye una apreciable "alerta temprana" para que los administradores concursales reorienten su actividad a la captación de "clientes" adoptando un enfoque distinto: ahora quien les nombre se tendrá que rascar el bolsillo para pagar sus honorarios.
*** Guillermo Prada es socio de PradaGayoso, despacho especialista en reestructuración de empresas.