Deuda y déficit, intrahistoria de dos dogmas obsoletos
En el futuro inmediato seguirá haciendo falta la política fiscal, pero ha llegado la hora de jubilar un Pacto de Estabilidad que ha mostrado disfunciones.
La vía más sencilla para llegar a comprender la razón que explica la vigencia hoy, 26 años después de su firma, de los dos supremos dogmas pétreos que figuran inamovibles en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la Unión Europea -un déficit público máximo del 3% y el tope del 60% del PIB para la deuda- pasa por acercarse en un agradable paseo hasta la fachada principal de un imponente edificio madrileño. El sito en la finca de la calle Alcalá que figura con el número 48 en el callejero; por más señas, la sede del Banco de España.
Aunque la explicación no se encuentra tanto en su monumental frontispicio como en los profundos y acorazados sótanos de la construcción; unas catacumbas donde se amontonan, fraccionadas en centenares y centenares de lingotes, 281 toneladas de cierto metal amarillento al que se conoce por oro. En euros y a precios de mercado, unos 14.000 millones.
¿Y por qué el Banco de España guarda bajo siete llaves 281 toneladas de ese elemento químico cuando el valor de nuestra moneda, el euro -al igual que antes ocurría con la peseta-, no está respaldado por nada salvo por la confianza de quienes la aceptan como medio de pago?
Amontonar toneladas de metal ocre en todas las criptas de los bancos centrales de los principales países del mundo es, si bien se mira, algo perfectamente absurdo. Pero se sigue haciendo por una causa última que escapa por completo a la razón: la inercia histórica. Se insiste en conservarlo almacenado dentro de agujeros porque siempre se conservó almacenado dentro de agujeros. Solo por eso. Y con el Pacto de Estabilidad ocurre algo parecido. Razón por la cual, y ya tan pronto como en 2002, el entonces presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, no dudó en calificarlo de "estúpido, rígido e imperfecto",
Ya en 2002, el entonces presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, no dudó en calificar el Pacto de Estabilidad de 'estúpido, rígido e imperfecto'
No le faltaba razón. Ciertamente, su contenido dogmático es estúpido, rígido e imperfecto, pero también francés y socialista, los otros dos rasgos mucho menos conocidos de su naturaleza esencial que Prodi obvió mencionar. Y es que la intrahistoria de la letra pequeña del Pacto de Estabilidad y Crecimiento resulta casi tan extravagante como la manía de los banqueros centrales por acopiar un tipo concreto de mineral en hondas grutas subterráneas.
Ocurre que ese supremo axioma indiscutible, el que establece un límite máximo del 3% de déficit en las cuentas de todos los Estados de la Unión, mandato imperativo e insoslayable cuyo incumplimiento aboca al país infractor a poco menos que un juicio sumarísimo por el grave delito de lesa europeidad, no responde a ley económica alguna. Absolutamente ninguna norma conocida de esa disciplina científica, ni teórica ni tampoco empírica, lleva a establecer semejante mandato. Tal ley, simplemente, no existe.
De ahí que el genuino padre biológico de la norma del 3% no fuera algún frugal tecnócrata calvinista inquieto por los futuros equilibrios macroeconómicos de la Europa del euro, sino el difunto François Mitterrand. Un epicúreo socialista francés mucho más preocupado por la alta literatura clásica y las grandes ideas políticas abstractas que por las menudencias baladíes de los cuadernos del debe y el haber.
Allá por 1981, recién electo presidente de la República Francesa, Mitterrand tenía un problema simple, a saber: los ministros de la coalición de izquierdas lo acosaban sin tregua con constantes demandas de más dinero para sus respectivos departamentos. Y él necesitaba una coartada convincente para no dárselo. Así que recurrió a un probo funcionario del Elíseo, cierto Guy Abeille, a fin de que se la procurase. El propio Abeille lo contaría, y por escrito, en unas notas personales aireadas años después.
“Mitterrand quiere que le proporcionemos rápidamente una regla sencilla que suene a economista y que pueda ser utilizada contra los ministros que desfilan por su despacho para pedirle dinero”, confesó en su diario.
Luego, tras dedicar un rato a pensar en el asunto, decidió sacarse de la manga la norma del 3%. Acababa de iniciarse la carrera hacia la sacralidad continental de la, a partir de entonces, conocida de modo reverente como "directriz del 3%". Un camino a los altares laicos en el que resultó providencial que Jean-Claude Trichet, futuro gobernador del BCE, fuese uno de los negociadores franceses del Tratado de Maastricht.
Buen conocedor de la eficacia política que había tenido en su país la audaz improvisación gratuita del tal Abeille, Trichet propuso a los alemanes incluirla en el texto del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Accedieron de grado. Y de ahí a la eternidad.
Mientras termino de escribir estas líneas apresuradas, en la prensa del día se otorga consideración de gran acontecimiento al hecho de que, por primera vez en 24 meses, el bono alemán a 10 años haya dejado de "retribuirse" con rendimientos negativos. A estas horas, como si fuese algo muy distinto, se premia a sus compradores con el liliputiense retorno del 0,016%. Y se festeja casi como un hito.
Resulta intelectualmente insostenible la doctrina todavía dominante, esa según la cual todo se debe encomendar a la política monetaria -desechando por el camino las fiscales-, cuando ya llevamos más de dos lustros con los tipos de interés arrastrándose, y de modo literal, por el suelo. Es insostenible porque desde ahí, desde el suelo, lo único que se puede hacer es escarbar bajo tierra. Lo único.
En el futuro mediato seguirá haciendo falta, resulta evidente, la política fiscal. Por lo demás, con esas tasas tan ridículas, tasas que continuarán siendo ridículas cuando haya pasado el sarampión inflacionista, el riesgo de insolvencia de los Estados tiende a desvanecerse. No hay, en consecuencia, razones objetivas de peso para persistir aferrados a unas normas de diseño tan rudimentariamente tosco, por lo rígido.
En su tiempo, el patrón oro encarnó un atavismo primitivo apenas útil para agravar todavía más las crisis cíclicas. Y, al igual que ocurría por rutina con el oro, el Pacto de Estabilidad también posee una naturaleza esencialmente procíclica. La disciplina y responsabilidad fiscal se antojan fundamentales, no haría falta decirlo, pero lo más fundamental es poseer la lucidez colectiva de no aferrarse a normas obsoletas y disfuncionales solo porque desde siempre han estado ahí. Ha llegado la hora de jubilar a Guy Abeille.