¿Una fase de mayor inflación en Europa?
El fuerte repunte de la inflación a nivel mundial y europeo está suscitando muchas preguntas en la prensa económica y el público en general sobre un problema del que durante muchos años nos habíamos olvidado. El Banco Central Europeo (BCE) se esforzó desde sus orígenes en ganarse la reputación antiinflacionista, y lo consiguió con creces, con tasas de inflación en general en línea con el objetivo del 2% durante su primera década de vida, y con inflaciones bastante por debajo del 2% durante la crisis de la década pasada, cuando el espectro de la deflación y la japonización de la economía europea fue uno de los riesgos mencionados de manera más recurrente.
En general, durante las últimas tres décadas, todos los repuntes de inflación global fueron desencadenados por shocks de oferta ligados normalmente al precio del petróleo, y no tuvieron efectos de segunda ronda destacables. La reputación antiinflacionista adquirida por los bancos centrales al adoptar objetivos de inflación como su principal variable objetivo, unida a unos mercados de bienes, servicios y, sobre todo, laborales más liberalizados a partir de los 90 estuvieron detrás de esta moderación. Al mismo tiempo, la expansión del comercio global relacionado con el crecimiento fulgurante de las exportaciones chinas tras su apertura económica, y la influencia de algunas de las nuevas tecnologías en la formación de precios, presionaron la inflación a la baja.
La situación ha cambiado desde la primavera de 2021, con la reaparición de un problema de inflación que parecía ser algo del pasado. La conjunción de varios factores, en principio temporales, ha creado la tormenta perfecta que está detrás del repunte de precios. Algunos directamente ligados a la pandemia: ahorro acumulado durante los confinamientos y ganas de gastarlo, problemas de oferta y transporte de bienes intermedios (el carguero cruzado en medio del Canal de Suez fue premonitorio), incluyendo los componentes electrónicos y la energía, una demanda sesgada hacia los bienes manufacturados (en detrimento de los servicios) por las restricciones sobre el ocio colectivo, y un impulso fiscal “precautorio”, para evitar males mayores, pero probablemente excesivo y mal calibrado en Estados Unidos.
Recordemos, en este sentido, la polémica de hace un año entre Larry Summers y Paul Krugman sobre los riesgos de inflación ligados a los planes fiscales iniciales de la administración Biden que, aunque al final no fue la principal causa de la inflación estadounidense, sí que puso de manifiesto el exceso de respuesta incluso para economistas de filiación keynesiana.
A estos factores se han unido otros, más tendenciales, como el exceso de liquidez acumulado por las fuertes políticas de estímulo monetario de la pasada década (para evitar la deflación, entre otros motivos), y los mayores esfuerzos para cumplir con los objetivos de lucha contra el cambio climático, quizás exacerbada por la conciencia de fragilidad global que se ha despertado por la Covid, que ha acelerado la transición a energías limpias, creando cambios bruscos en las demandas relativas de las diversas fuentes de energía.
Una vez se normalice la situación ligada a los problemas de oferta, quizás la inflación esté controlada, pero no será tan baja como antes de la pandemia
El resultado de todo ello ha sido tasas de inflación que han alcanzado el 7% en Estados Unidos en diciembre y el 5% en la zona euro. Es cierto que el problema parece mayor al otro lado del Atlántico, donde la inflación subyacente es también elevada (5%), el desempleo está muy bajo y, junto a una tasa de participación laboral que ha caído con la pandemia y no se recupera, están generando aumento de salarios importante. No estamos aún en una espiral de precios-salarios, y las expectativas de inflación a largo plazo se mantienen en niveles razonables, en parte porque la Reserva Federal (Fed) ha reaccionado con el anuncio de una retirada más rápida de los estímulos monetarios, lo que parece convencer al mercado de que es seria en su lucha contra la inflación.
Pero si la inflación no se modera pronto, quizás porque los cuellos de botella en las cadenas de producción tardan más de lo esperado en disiparse, o porque los salarios siguen acelerándose y se desvinculan de las ganancias de productividad, la Fed puede tener que verse obligada a reaccionar más de lo deseado, con potenciales riesgos de generar inestabilidad en los mercados financieros, con efectos amplificados en países emergentes o, incluso, una recesión.
En Europa, la situación es más moderada. La inflación ha alcanzado el 5% en diciembre, y 2,7% la subyacente, la primera empujada sobre todo por los precios de la energía (petróleo y gas) y por los efectos de la vuelta del tipo del IVA en Alemania a niveles normales hace un año. Este último efecto desaparecerá de las cifras de inflación interanual de enero, que podrían reducirse cerca de un punto en la eurozona (tanto la inflación general como la subyacente), devolviendo la inflación subyacente a tasas alrededor del mágico 2%. Las expectativas de inflación a largo plazo están también bien ancladas, y las presiones sobre los salarios apenas han aparecido. Pese a ello, aquellas sobre los mercados energéticos continúan, y se pueden ver agravadas por las consecuencias de un conflicto en Ucrania y si los cuellos de botella siguen sin resolverse, por lo que el BCE está endureciendo paulatinamente sus mensajes de alerta ante los riesgos de inflación, y tiene planes de reducir las compras de bonos durante este año.
Ante este panorama, casi todos los analistas coinciden en que la inflación se moderará durante este año, tanto en Estados Unidos como en Europa. La cuestión es cuánto y a qué ritmo. Las previsiones apuntan a que será antes en la eurozona, donde el punto de partida es menor, los efectos base acumulados son mayores y el impulso fiscal es más moderado.
Una vez se normalice la situación ligada a los problemas de oferta, quizás la inflación esté controlada, pero no será tan baja como antes de la pandemia. Algunas de las fuerzas que la frenaban (como las exportaciones chinas y la globalización) son menos potentes que antaño, por el retraimiento del comercio global tras el empuje proteccionista de la administración Trump, entre otros factores, y por el aumento progresivo de los salarios en China. El envejecimiento de la población continúa, y es un fenómeno que empujará paulatinamente los salarios al alza. La lucha contra el cambio climático se acelerará y los costes de transición habrá que pagarlos. Incluso los principales bancos centrales han cambiado su estrategia de política monetaria, anunciando objetivos de inflación más simétricos alrededor del 2%, lo que introduce un pequeño sesgo inflacionista adicional.
Todo esto no es necesariamente negativo. Más inflación era lo que buscábamos no hace mucho en Europa, y lo que lleva intentando conseguir Japón desde hace ya décadas. Pero los bancos centrales tendrán que desempolvar sus manuales y volver a aplicar el viejo arte de alcanzar un equilibrio que evite tasas altas de inflación, tensiones financieras excesivamente fuertes y la desaceleración brusca de la actividad. Esos son los riesgos a los que nos enfrentaremos.
*** Miguel Jiménez González-Anleo es economista de BBVA Research.