Para alguien como yo, que comenzó a escribir esta columna en abril de 2020 y que, de forma claramente optimista, le dio el título de Después de la pandemia, pocas cosas pueden resultar más apetecibles que llegar a esa situación lo antes posible.
La idea de mirar finalmente a la pandemia por el espejo retrovisor, de recordar todos los problemas, limitaciones y sufrimientos que experimentamos ya como parte de nuestro pasado, y de dedicarnos simplemente a vivir, aunque tengamos que seguir conviviendo con un virus endémico que provoca infecciones de escasa gravedad, es como ver finalmente la luz al final de un largo túnel.
Sin embargo, ahora que empezamos a retirar progresivamente más y más restricciones, que vemos la posibilidad de quitarnos esas incómodas mascarillas y que nos planteamos una verdadera vuelta a la normalidad -no a una “nueva normalidad”, sino a la “normalidad normal de toda la vida”- creo que es importante que intentemos ver el mundo y la realidad desde el otro lado: pongámonos en el lugar del virus.
Un virus no piensa. No es siquiera un animal. Carece de maldad, de perversidad o de intenciones. En realidad, es casi como una reacción química: un compuesto que encuentra un sustrato sobre el que multiplicarse.
En realidad, el virus no "intenta infectarnos", simplemente lo consigue mediante ensayo y error. Cuando surge una nueva variante, cuando de repente viene otra ola y pasamos de Alfa a Delta, o a Omicron, no hay ningún "estado mayor de los virus" diseñando ninguna estrategia para infectar más humanos o para mantener el estado de pandemia. Es, simplemente, que una mutación ocurrida por azar (todas las mutaciones ocurren así, por maldita casualidad) ha resultado tener propiedades que le permiten replicarse sobre organismos humanos.
Entre esas características de cada mutación, de cada variante, a nosotros nos interesan tres: la transmisibilidad, la mortalidad y la resistencia a las vacunas. Con Delta, claramente, estábamos ante un mal escenario: el virus era más transmisible, y seguía teniendo una mortalidad relativamente elevada. Afortunadamente, la tercera variable, la sensibilidad a las vacunas, y el hecho de que buena parte de la población había recibido ya esas vacunas, nos salvó a muchos de un problema mayor.
Con Omicron, el problema fue diferente: la transmisibilidad era brutal y, además, podía evadir más fácilmente la protección de las vacunas, pero afortunadamente, su otra característica, la de la mortalidad, era mucho más moderada. Con Omicron pasamos a un nuevo escenario, uno en el que lo normal pasó a ser haberse infectado, o pensar que probablemente lo habíamos hecho de manera asintomática, y empezar a ver cada vez más personas que habían sido infectadas varias veces.
¿Y ahora qué? ¿Cabe esperar que, por alguna misteriosa razón, ya no se produzcan más mutaciones? Mucho me temo que esa esperanza es escasa. Después de Omicron, aún veremos probablemente otras variantes. Es muy posible que veamos a Rho, a Tau, a Omega, y ya veremos cuántas más.
Con cada variante, lo que tenemos que entender es que sus características, y concretamente, las tres variables que nos interesan, son simplemente fruto de la casualidad.
Las mutaciones son completamente aleatorias, la inmensa mayoría de ellas simplemente no llegamos a verlas porque no producen organismos viables, y de las que sí lo son, la combinación de transmisibilidad, mortalidad y resistencia a las vacunas es completamente desconocida hasta que la variante comienza a manifestarse.
La única manera de reducir la llegada de nuevas variantes es reducir la cantidad de repositorios del virus, es decir, el número de organismos que desarrollan infecciones. E incluso aunque toda la población estuviese vacunada y el número de infectados fuese muy bajo, podríamos estar ante la posibilidad de que el virus mutase en otra especie - aunque esto, como sabemos, ocurre con una frecuencia bastante menor.
¿Qué quiero decir con todo esto? Que aunque creamos que vemos luz al final del túnel, desgraciadamente, no tiene por qué ser así. Aunque empecemos a prescindir de las mascarillas, no descartemos la posibilidad de que surja una nueva variante y tengamos que enfrentarnos a ella. Que tengamos que volver a las mascarillas, o a desarrollar, probar y distribuir nuevas vacunas. No descartemos que pueda venir una séptima ola, o una octava, con características diferentes.
No quiero ser cenizo, ni ser el que anuncia más desgracias cuando todos creen que la pandemia está terminando y podemos olvidar las neurosis con las que hemos vivido estos últimos años. Pero de nuevo: no nos enfrentamos a un enemigo racional, ni que planee estrategia alguna: nos enfrentamos, simplemente, a la estadística y a la probabilidad. Y en esos ámbitos, conviene seguir teniendo todos los posibles escenarios previstos.