A lo largo de 2021 hemos asistido a un aumento gradual de la inflación en las economías avanzadas, como consecuencia de una recuperación tras la crisis de la Covid-19 mucho más intensa de la demanda agregada que de una oferta agregada afectada por disrupciones y cuellos de botella.
Estas presiones inflacionistas ya eran especialmente fuertes en el caso del petróleo, el gas y otras materias primas, y se han visto agravadas como consecuencia de la guerra en Ucrania. La situación es particularmente preocupante en el caso de la economía española, con una tasa interanual de inflación general del 7,6% en febrero, frente al 5,9% de la eurozona.
Sin embargo, una vez que se elimina la energía, que contribuye con 4,8 puntos a la inflación general, la tasa de inflación del resto de bienes y servicios se sitúa ligeramente por debajo del 3%. En la medida que el aumento del precio de la energía está ocasionado por nuestras compras al exterior, puede afirmarse que la mayor parte del crecimiento del IPC está generada por un problema de inflación importada.
Cuando el país pierde poder adquisitivo debido a este deterioro de precios relativos frente al resto del mundo, no sólo se empobrece nuestra economía, sino que se genera el problema redistributivo de cómo se reparte este coste entre diferentes colectivos.
Esto es precisamente lo que estamos viendo en los últimos días con las huelgas de transportistas o del sector pesquero, o las manifestaciones de agricultores y ganaderos. Para evitar la escalada de estos conflictos, lo ideal sería alcanzar un pacto de rentas lo más amplio posible, que evitase incurrir en una costosa lucha entre agentes económicos que intentan trasladar de unos a otros el coste de la mayor inflación, con la finalidad de preservar en la medida de lo posible su poder adquisitivo. La inflación importada va a suponer un coste añadido para todos y lo lógico es que se distribuya ese esfuerzo entre el conjunto de la sociedad.
La inflación importada va a suponer un coste añadido para todos y lo lógico es que se distribuya ese esfuerzo entre el conjunto de la sociedad.
La reciente ley de revalorización de pensiones aprobada en 2021 protege las rentas de casi una cuarta parte de la población frente al aumento de la inflación, al menos a corto plazo.
En la medida que los pensionistas evitan la pérdida de su poder adquisitivo con la revalorización automática de sus pensiones de acuerdo con el IPC, el coste de la inflación importada debe repartirse entre un conjunto más reducido de la población española, básicamente trabajadores y empresas.
Sus rentas no podrán crecer al ritmo de la inflación general, por ese componente importado. Y, en ausencia de un pacto de rentas, la lucha por tratar de conseguirlo sólo puede aumentar el coste de la crisis enquistando la inflación, mediante efectos de segunda ronda, generando de ese modo espirales, y lastrando el empleo y la inversión.
Respecto al escenario de partida previo a la crisis de Ucrania, esta perturbación de oferta negativa supondrá más pronto que tarde un menor crecimiento de los salarios reales respecto al IPC y/o del empleo, y de los beneficios empresariales en términos reales.
A modo de ejemplo, un escenario razonable es que, como consecuencia de un pacto de rentas, en 2022 el salario por trabajador crezca cerca del 3%, por encima del crecimiento salarial del 2,3% pactado en convenios hasta febrero. Sin embargo, con la indexación al IPC el gasto en pensiones crecerá en función de la inflación general, muy por encima de ese crecimiento de los salarios. Como resultado, el déficit del sistema contributivo de pensiones será mayor del previsto inicialmente por un crecimiento del gasto con la inflación y que los ingresos no serán capaces de igualar.
El déficit del sistema contributivo de pensiones será mayor del previsto inicialmente
Puesto que la modificación de la ley de Seguridad Social para revalorizar las pensiones con el IPC ha sido aprobada hace poco, parece probable que a finales de 2022 no se renuncie a aplicar la revalorización completa con la inflación general.
No obstante, la reforma contempla una evaluación cada cinco años por parte del Gobierno y en el marco del diálogo social de los efectos de la revalorización anual, que contendrá, en su caso, una propuesta de actuación.
Una solución intermedia sería adelantar esta evaluación, dadas las actuales circunstancias excepcionales, y revalorizar este año la mayor parte de las pensiones por debajo del IPC, por ejemplo, al mismo ritmo que los salarios o de la inflación subyacente. Esto ayudaría a repartir esfuerzos entre toda la ciudadanía, facilitar el pacto de rentas y evitar una espiral inflacionista.
Las proyecciones de IPC están cambiando continuamente debido a la velocidad con la que se suceden los acontecimientos y es difícil anticipar en qué situación nos encontraremos a final de año cuando haya que aplicar la revalorización, pero es posible calcular el coste económico de una revalorización completa de las pensiones frente a una parcial haciendo algunos supuestos.
Por ejemplo, con una inflación media en el entorno del 7%, la revalorización con el IPC se traduce en un aumento anual del gasto de unos 10.500 millones, algo más de 1.000 euros de media por pensionista. Si las pensiones crecieran al mismo ritmo que los salarios o que la inflación subyacente, por ejemplo un 3%, el incremento del gasto sería inferior a la mitad.
Cada punto porcentual de inflación adicional supone un aumento de más de 1.500 millones de euros. Además, esta revalorización se consolida con dos efectos directos. Primero, hay que seguir pagando este aumento de las pensiones mientras sobrevivan los actuales beneficiarios.
El aumento de los 10.500 millones se transforma en un valor actuarial de más de 140.000 millones. Segundo, como las futuras revalorizaciones se aplican sobre la pensión incrementada, se genera un efecto acumulativo que da lugar, a su vez, a mayores crecimientos del gasto futuro.
Todo gasto adicional en pensiones por encima del crecimiento de los salarios se consolida, reduce el margen fiscal para otras políticas públicas y puede dificultar el pacto de rentas, salvo que su coste se haga explícito y el conjunto de la sociedad esté dispuesta a asumir voluntariamente una parte mayor del esfuerzo.
Parece razonable que, en momentos excepcionales como el actual, el coste económico del fuerte aumento del precio del gas, petróleo y otras materias primas se reparta entre toda la población, incluidos los pensionistas. Este reparto ayudaría a reducir el riesgo de espirales inflacionistas y de una futura estanflación. Lo contrario dará lugar a una menor equidad intergeneracional, afectando particularmente a los más jóvenes, que en poco más de una década habrán tenido que hacer frente a tres grandes crisis.
*** Enrique Devesa es profesor de la Universidad de Valencia, miembro del IVIE y Polibienestar. Rafael Doménech es responsable de análisis económico de BBVA Research y profesor de la Universidad de Valencia.
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