Mucho se ha hablado acerca del proceso inflacionista al que se están enfrentando buena parte de las economías a nivel global. Sus causas y cronología están hoy relativamente bien comprendidas, tanto por los responsables de la política económica, como por el conjunto de los agentes sociales.
Existe actualmente un amplio consenso sobre el papel de la oferta global de materias primas, bienes intermedios y de equipo en este proceso. Primero, al ser esta incapaz de responder con la intensidad adecuada a la recuperación de la demanda -sobre todo de China y Estados Unidos-, tras la aparición de numerosos cuellos de botella en las cadenas de valor global.
Esto último, en parte como consecuencia de las mermas esporádicas de la mano de obra producida por los rebrotes de la Covid-19 en diversos puntos del planeta, a distintos tiempos y con dispares respuestas por parte de las autoridades sanitarias locales.
Así, por ejemplo, afloró la crisis de los contenedores, que ha elevado los costes de transporte y ha reducido la velocidad de respuesta de la oferta. Más recientemente, y sin darse por salvados los anteriores traspiés en la oferta, la guerra entre Ucrania y Rusia, junto con las sanciones económicas impuestas a esta última nación, ha exacerbado la presión al alza en el precio de las materias primas -gas y petróleo, principalmente- y de algunos alimentos.
En Europa, además, estas perturbaciones exógenas de la oferta se han visto acompañadas por algunos eventos meteorológicos adversos y, más relevante aún, por el incremento de los costes por derechos de emisión de CO2. Este último, puesto en marcha en aras de la descarbonización gradual de la economía.
Respecto a las consecuencias generales asociadas a este proceso inflacionista, o sobre los riesgos particulares que ha ido entrañando, tampoco ha habido grandes discrepancias, si bien quizá sí acerca de la probabilidad de ocurrencia e impacto potencial de estos últimos.
Para muchos países, entre ellos España, ha sido bien entendido el origen exógeno de las perturbaciones, así como su carácter inicialmente temporal. Sin embargo, también es conocida la elevada dependencia a la energía proveniente del exterior -con un déficit que en promedio histórico alcanza el 2,6% del PIB-, así como la relativamente desfavorable matriz energética del sistema productivo.
Lo anterior, aconsejaba calma a la hora de valorar el impacto de las presiones inflacionistas, pero asimismo prudencia al momento de sopesar los riesgos. La mayor inflación importada, que debería ser de carácter transitorio supondría, en todo caso, una pérdida neta de riqueza de la economía transferida hacia los países productores.
Sin embargo, era fundamental impedir un mayor deterioro económico derivado de hipotéticas espirales inflacionistas. Para ello, había que cuidar tres claves:
1. Evitar que se produjesen efectos de segunda ronda tras el encarecimiento de las materias primas (esto es el traspaso total de los mayores costes de producción a los precios finales subyacentes).
2. Limitar la revalorización de los salarios y rentas reales por encima de las mejoras en productividad, así como absorber parte de los costes vía márgenes.
3. Y procurar que las medidas de política económica encaminadas a aliviar la presión en los precios redistribuyeran los costes de forma progresiva, más aún, a sabiendas de que la pérdidas iniciales de bienestar se repartían de forma asimétrica entre la sociedad.
Hasta finales del pasado año parecía que, pese a las dificultades, todavía se estaba yendo en la dirección correcta a la hora de atajar internamente la inflación
Hasta finales del pasado año parecía que, pese a las dificultades, todavía se estaba yendo en la dirección correcta a la hora de atajar internamente la inflación. Así, mientras que la media de los precios industriales crecían el 35,2% interanual, los de los bienes intermedios un 20,6% y los energéticos un 93,6%. La inflación subyacente (que excluye los componentes más volátiles, como la energía y los alimentos no elaborados) se situaba en el 2,1% a/a y la general en el 6,5% internaual.
Al mismo tiempo, el crecimiento salarial pactado hasta la fecha era del 1,5% en un entorno en el que la productividad por hora trabajada aumentaba a un ritmo del 7,2%. La situación actual es algo más preocupante ya que, aunque la inflación general descendió 1,5 puntos porcentuales hasta el 8,3% en abril, la subyacente aumentó en 1,0 puntos porcentuales hasta el 4,4%. [1]
Además, el análisis detallado de los datos indica que la tasa de inflación subyacente mensual, anualizada y corregida de estacionalidad puede rondar el 8,5%, que el 80% de la cesta del consumo presenta tasas de inflación por encima del 2%, a la vez que el 78% de los precios se está acelerando respecto a los últimos tres meses.
En todo caso, la presión en los salarios sigue siendo relativamente moderada: el crecimiento salarial pactado en convenio colectivo hasta abril fue del 2,4%, por debajo de la inflación, y del crecimiento de la productividad por hora trabajada (2,6% en el primer trimestre). De cara a los próximos meses, sin embargo, parece difícil alcanzar un pacto de rentas que involucre a todos los agentes sociales, incluyendo al Gobierno.
La presión en los salarios sigue siendo relativamente moderada
En este contexto, se puede decir que existen dudas razonables sobre la efectividad a medio y largo plazo de las medidas de política económica puestas en vigor en España para aliviar la presión de la inflación energética en el corto plazo.
La primera consistió en subsidiar el consumo de carburante en 20 céntimos por litro. Cuando se puso en marcha, a inicios de abril, los consumidores notaron el cambio en el precio final. Sin embargo, los precios actuales superan a los que se observaban antes de introducir la medida lo que, aunque responde parcialmente a la evolución del precio del petróleo y del tipo de cambio del euro, aviva la incertidumbre sobre la posibilidad de que las empresas del sector hayan absorbido buena parte de la ayuda pública.
Más recientemente, el Gobierno español, junto con su homólogo portugués, lograron que la Comisión Europea (CE) diera el visto bueno a la llamada 'excepción ibérica', que les permite moderar artificialmente el precio de la electricidad en el mercado regulado, a través de un tope al precio de la gas utilizado para producir electricidad (fijado en los 50 euros MWh).
Cabe recordar, que las economías española y portuguesa son relativamente abiertas y pequeñas y, por tanto, su capacidad para fijar los precios internacionales del petróleo o el gas que se consume es virtualmente nula, independientemente de su fin.
Por consiguiente, el tope deberá articularse de forma similar a una subvención equivalente a la diferencia entre el precio del mercado y el tope establecido. Este aspecto es clave, ya que la evidencia empírica sugiere que la efectividad de este tipo de medidas para moderar la inflación es menor que la que podría resultar de un cambio de las condiciones de oferta y demanda en los mercados de las materias primas (precio del petróleo o del gas, por ejemplo).
La capacidad de España y Portugal para fijar los precios internacionales del petróleo o gas es virtualmente nula
Al respecto, las estimaciones de BBVA Research sugieren que una bajada del precio de la electricidad de un 10%, provocada por un cambio en el mercado eléctrico doméstico, podría moderar la inflación general como mucho en 0,2 puntos porcentuales.
Esto, asumiendo que se da el mejor de los escenarios, en el que la mejora relativa de la demanda no presiona al alza a la inflación subyacente. Sin embargo, si la misma bajada del 10% en el precio de la electricidad estuviese originada por un descenso del precio del petróleo o del gas, podría reducir la inflación general entre un 1,0 punto porcentual (pp) y 1,7 pp, respectivamente.
Volviendo al caso particular, se estima que el tope en el precio del gas fijado disminuirá el nivel de precios de la energía eléctrica entre un 27% y un 37% a partir de junio, lo que resultará en una moderación del nivel de precios al consumo de entre 0,6 y 0,8 pp mientras que la medida esté en marcha. Así, teniendo en cuenta el punto de partida tanto de España como de la economía europea, es plausible pensar que esta medida no evitará el endurecimiento previsto de la política monetaria en los próximos meses.
Además de las dudas expuestas sobre la efectividad de las medidas en vigor para reducir significativa y permanentemente la inflación, también se suscitan inquietudes sobre algunos efectos no deseados.
En primer lugar, estas medidas pueden incrementar la demanda, presionar más los precios al alza y, por tanto, elevar el coste fiscal. Asimismo, son soluciones generalistas y menos progresivas que algunas alternativas en las que las ayudas podrían dirigirse a los consumidores y empresas más afectadas.
En el caso de la subvención al precio de los carburantes, por ejemplo, es evidente su carácter regresivo, ya que beneficia más a los consumidores con mayor renta que hacen un uso más extensivo e intensivo del transporte privado. Mirando más a largo plazo, las medidas no facilitan la necesaria y comprometida descarbonización de la economía y, en consecuencia, tampoco contribuyen a reducir la elevada dependencia energética externa.
En resumen, son bien conocidos los problemas de inflación que nos aquejan, sus causas, consecuencias y los riesgos que siguen entrañando. Las medidas puestas en marcha, aunque bien intencionadas, no solucionan el problema que existe de base, resultan algo insuficientes para aliviar sus consecuencias y, por ende, difícilmente evitarán la actuación más contundente de la política monetaria.
Hacia delante, serían deseables políticas económicas más progresivas e inclusivas, con una perspectiva temporal más amplia y que, sobre todo, no entren en conflicto con los objetivos de sostenibilidad en el largo plazo.
*** Camilo Ulloa, economista principal de la unidad España y Portugal en BBVA Research.
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