Por primera vez en la historia, los ricos trabajan. Y no sólo trabajan, sino que trabajan mucho, a veces incluso más que sus subordinados. He ahí la transformación más radical que ha experimentado el capitalismo, ese modo de producción hoy triunfante y ubicuo en todos los rincones del planeta, desde que hiciera su primera irrupción en el occidente europeo, allá hacia finales del siglo XVIII.
Siempre ha habido ricos y pobres, es sabido. Pero, a diferencia de lo que ocurría por norma en el viejo capitalismo tradicional, los que ahora, en el tiempo presente, ocupan el vértice de la escala social, o al menos una porción muy significativa de ellos, no recalaron ahí por haber adquirido o heredado algún activo susceptible de generar rentas, tal como ocurría por norma hace un siglo o menos.
En el nuevo tiempo, la élite ya no procede de la clase ociosa, la formada por aquellos antiguos propietarios industriales o financieros, todos ellos ajenos a cualquier tipo de vínculo laboral con las compañías que controlaban, el grueso de cuyos ingresos procedía del reparto periódico de dividendos o del abono de dietas.
Al contrario, los de más arriba en la distribución del excedente resultan ser ahora estresados directivos altamente cualificados y magníficamente pagados, profesionales en nómina de las compañías que gestionan y que tienen que trabajar duro para hacerse acreedores de sus ingresos salariales, esto es, por cuenta ajena.
Y es que la posesión jurídica de capital ha dejado de constituir el rasgo distintivo de los capitalistas, en la medida en que el trabajo, los flujos de ingresos derivados de él, constituye el origen de una parte creciente de su riqueza acumulada. Es la gran diferencia ontológica entre el capitalismo que podríamos llamar clásico y el capitalismo meritocrático liberal, el que comenzó a extenderse de modo generalizado a partir de principios del siglo XXI.
Una mutación en la naturaleza profunda de sistema, la que remite a las condiciones y reglas para acceder a la cúspide, que ha venido a situar en el primer plano del debate un concepto, el de meritocracia, que hasta hace bien poco había carecido de la menor relevancia a los efectos analíticos que nos ocupan.
Y por razones obvias en tanto que el mérito personal nunca antes había constituido un factor determinante en la reproducción de las jerarquías económicas. Por lo demás, y desde las posiciones de izquierda, el argumento dominante a propósito de la meritocracia apela a denunciar su dimensión mítica e irreal o, en el más tibio de los enfoques, a resaltar los muchos obstáculos que en el mundo cotidiano, dificultan su plena consumación como principio igualador de las oportunidades, con independencia de otros factores asociados al origen social de las personas.
Una línea de razonamiento, tan recurrente en el ámbito del progresismo contemporáneo, que la secretaria de Organización de Podemos, Lilith Verstrynge, acaba de reproducir en sus rasgos esenciales en un artículo sobre la cuestión publicado en el diario El País.
Así, Verstrynge sostiene de entrada en esa pieza que “el de la meritocracia no es más que otro mito moderno, utilizado para justificar la injusticia, para legitimar un sistema que abandona a quienes no gozan de privilegios de nacimiento o herencia". Hasta ahí, la convención al uso más o menos tópica. Pero si he querido resaltar el lugar común cuando parte de una dirigente significada de Podemos, formación que se tiene a sí misma por ajena a las claudicaciones doctrinales de la socialdemocracia convencional, es para señalar que la confusión ideológica a cuenta del principal rasgo tendencial del novísimo capitalismo emergente alcanza a la izquierda que se quiere anticapitalista.
Y es que, igual que la crítica de los ilustrados del siglo XVIII a la escandalosa vida licenciosa del clero no erosionaba en absoluto los dogmas de la Iglesia, denunciar, como hace Verstrynge, la ausencia efectiva del criterio meritocrático en los procesos de selección, algo no muy distante de la verdad en lugares como España, tampoco pone en cuestión ni la deseabilidad ni la validez moral de ese principio.
Porque lo que debería criticar Podemos no es el déficit de meritocracia, sino la propia meritocracia en sí. Y ello porque la izquierda, ni la reformista ni la revolucionaría, ninguna izquierda, no había defendido jamás la meritocracia, nunca, hasta que Tony Blair, ya a principios de siglo, dio en asumir lo fundamental del giro prolibre mercado auspiciado por Thatcher.
Lo que debería criticar Podemos no es el déficit de meritocracia, sino la propia meritocracia en sí
Un cambio de paradigma al que, poco a poco, se irían sumando el resto de los antiguos partidos socialistas de Occidente, luego reconvertidos todos a la nueva ortodoxia del social-liberalismo. Sin embargo, desde una óptica de izquierda clásica, aquella izquierda con cuyo legado quiere entroncar Podemos, el genuino problema de la meritocracia, como ya se ha dicho, no es su imperfecta concreción práctica, sino que el ideal en sí mismo resulta rechazable.
Y de ahí el que todos los grandes teóricos sociales progresistas del siglo XX, empezando por John Rawls, la repudiaran como principio legitimador de las desigualdades económicas. Un rechazo que, por cierto, compartían, aunque por motivos radicalmente distintos, filósofos sociales de la derecha como Hayek.
A fin de cuentas, y volviendo a esa definitiva desorientación de Podemos certificada por Verstrynge, la gran promesa meritocrática, tal como enfatiza una y otra vez Michael Sandel en La tiranía del mérito, nada tiene que ver con el afán político de promover mayores niveles de igualdad.
Al contrario, lo que estimula el ideal meritocrático es el incremento acusado de la desigualdad, si bien justificada merced a la equiparación absoluta -en el extremo ideal- de las condiciones de partida entre todas las personas que compiten por alcanzar los eslabones más altos.
En última instancia, la voz meritocracia vendría a nombrar un sinónimo de movilidad social ascendente, pero solo eso. Nada que ver, pues, ni con la igualdad ni con la fraternidad. Thatcher siempre consideró que su mayor éxito en política fue lograr que los laboristas hubieran acabado pensando como ella. Hoy, sin duda, luciría feliz.
*** José García Domíngez es periodista y economista.
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