A medida que la emergencia climática va tomando cada vez más cuerpo de realidad, provocando olas de calor más intensas y duraderas, más sequías, incendios y ciclos de realimentación que aceleran su severidad, más crecen las evidencias de que el verdadero problema está en su gobernanza.
Me explico: durante siglos, la gobernanza del planeta simplemente no ha existido. Cada país establece, en función de sus intereses, una estrategia energética y de explotación de sus recursos que, en prácticamente todos los casos, consiste en la maximización a corto plazo. Como estrategia, es la más primaria que hay: toma los recursos que te ofrece la naturaleza, y corre.
¿Tu país tiene petróleo? Extrae todo el que puedas, quema el que necesites para industrializarte y elevar tu nivel de vida, y vende el sobrante para obtener recursos. En muchos casos, en los países que explotan sus recursos naturales, la madurez democrática ha sido tan escasa que los recursos generados se han convertido en una forma de alimentar la corrupción y las dictaduras, algo que de nuevo refleja la patética falta de una estrategia a medio o largo plazo. En otros, los menos, la explotación de sus recursos naturales simplemente establece una nueva normalidad a partir de la cual seguir construyendo riqueza para sus ciudadanos.
Cada país establece, en función de sus intereses, una estrategia energética y de explotación de sus recursos
Durante muchas décadas, los países desarrollados aprovecharon sus recursos naturales propios y los que podían obtener para cimentar su riqueza. Eso incluye la quema descontrolada de combustibles fósiles, la manera más barata—y también, obviamente, más insostenible—de producir energía. Cuando, hace pocas décadas, los efectos de esa quema sin restricción alguna de esos combustibles fósiles fueron conocidas, y tras mucho tiempo de negacionismo y campañas de desinformación por parte de las compañías que los extraían y explotaban, surgió un problema: ahora, cuando los países desarrollados comenzaban a aceptar la necesidad de reducir su consumo, eran los países en vías de desarrollo los que, invocando un supuesto principio de justicia, querían seguir utilizando esos combustibles fósiles para tratar de convertirse en desarrollados.
Desde cualquier óptica, explotar los combustibles fósiles sin limitación alguna durante décadas para lograr construir toda la infraestructura, la industria y la riqueza necesaria para convertirte en país desarrollado y, posteriormente, cuando ya conoces sus efectos, tratar de exigir al resto de países que reduzcan su consumo es, cuando menos, complicado.
Para muchos países, el cortoplacismo no es solo una estrategia: es la única salida. Pero es que, en realidad, ese cortoplacismo no existe solo en los países desarrollados, sino en prácticamente todos: hemos construido un sistema perverso en el que los políticos intentan maximizar sus logros en un período de pocos años, habitualmente cuatro: si les pedimos sacrificios para intentar evitar algo que no va a ocurrir durante ese período, sus respuestas son, como mínimo, evasivas, cuando no directamente contradictorias… “sí, ya… que lo haga el siguiente”.
Al otro lado, los ciudadanos mostramos una respuesta igualmente patética: si un político nos pide sacrificios a corto plazo para evitar algo tan inabarcable para nuestro intelecto como el fin de la viabilidad de la especie humana sobre el planeta, nuestra respuesta es considerar esas peticiones “impopulares” y, simplemente, votar a otro político diferente.
En estas condiciones, con cada país utilizando su soberanía para cumplir sus objetivos de maximización a corto plazo, la lucha contra la emergencia climática es, simplemente, imposible. Hemos construido un sistema perverso que nos lleva a nuestra propia autodestrucción como especie. Pero antes de dejarnos llevar por el pesimismo —no hay nadie más fácil de manipular que un pesimista irredento—tratemos de pensar cómo sería el sistema que nos permitiría hacer algo, como mínimo, diferente.
La respuesta es muy sencilla, y la tiene uno de los pocos políticos que, de hecho, está manteniendo una dialéctica coherente y con sentido común en ese tema: António Guterres, secretario general de la ONU. La única forma de luchar contra la emergencia climática es la acción colectiva. Tal y como él lo pone de manera cruda pero realista, “o acción colectiva, o suicidio colectivo”.
La única opción que tenemos es que los países renuncien a una parte de su ilimitada soberanía, y permitan que una institución supranacional tome las decisiones en todo aquello que afecte a la emergencia climática. Que todos los países acepten la autoridad de, como apunta el escritor de ciencia-ficción Kim Stanley Robinson, un “ministerio del futuro” con competencias claras y bien marcadas, encargado de marcar una estrategia común y de negociar con todos los países sus emisiones, sus planes y su modelo de transición energética.
¿Algún problema? Obviamente, que Kim Stanley Robinson es eso, un escritor de ciencia-ficción. Y que mientras no seamos capaces de convertir la ficción en realidad, la emergencia climática continuará, sus efectos se seguirán agravando, y nuestra probabilidad de morir o de perderlo todo en un algún desastre seguirá creciendo, mientras musitamos eso de “no creo que me toque a mí”.
La civilización humana terminará como en ese refrán español que tan bien ejemplifica la llamada “tragedia de los comunes”: “entre todos la mataron y ella solita se murió”.