Por qué Argentina es un desastre
La economía argentina está atrapada en una rueda con una economía pobre que durante algunos años creyó no serlo por un espejismo.
En Argentina hay dos grandes misterios que ocupan la atención del país. El primero remite a la pregunta de por qué no aparecen las huellas dactilares del loco en esa pistola cargada a la que le dio por encasquillarse en el último instante.
El segundo, ya todo un enigma histórico, si bien mucho más aparente que real, gira en torno a la rutinaria costumbre de que la inflación local se sitúe siempre en la lista de las tres más altas del mundo. Siempre. No una vez. Ni dos. Ni diez. Siempre.
Ahora mismo, mientras comienzo a redactar estas líneas, el IPC interanual de Argentina anda por un crecimiento del 71%, una velocidad de crucero, la de sus precios domésticos, solo superada durante este ejercicio por la imbatible Venezuela y por un advenedizo ocasional en esa liga de campeones, el Líbano.
Pero un 71% no es nada para Argentina. Repárese al respecto en que la inflación llegó a alcanzar un estratosférico 20.000% en marzo de 1990, justo antes de que Menem diera la orden de encadenar la moneda nacional al dólar norteamericano.
Una paridad forzada que imponía al Banco Central de Argentina solo imprimir un billete nuevo cuando entrase un dólar nuevo en el país, única y exclusivamente si tal cosa ocurriera.
¿El resultado? La carrera enloquecida de los precios se frenó de golpe. Hasta el punto de que Argentina pasó a convertirse en un loable modelo de éxito para todos los grandes organismos internacionales. La convertibilidad el austral había obrado el milagro.
Pero entonces ocurrió lo imprevisto: Brasil, su principal competidor, devaluó el real en un 40%. De un día para otro, todos los productos de exportación argentinos pasaron a ser un 40% más caros que antes frente a los brasileños. Y Argentina ya no podía devaluar, porque el austral estaba atado de pies y manos al dólar.
Así las cosas, el Gobierno juró y perjuró a los mercados que él nunca, pasase lo que pasase, faltaría a su compromiso sagrado, el de mantener la paridad fija con la divisa yanqui. Y los mercados le creyeron, sí.
El problema fue que los mercados confiaban en el Gobierno de Argentina, pero no en los argentinos. Los inversores internacionales sabían que habría elecciones y que, con gran probabilidad, el Gobierno las perdería. Así que, antes de que ocurriera, salieron corriendo del país con sus dólares en los bolsillos. Después, ya se sabe, vino el corralito. Otra quiebra colectiva. Y vuelta a empezar.
Los mercados confiaban en el Gobierno de Argentina, pero no en los argentinos
Milei, la nueva estrella emergente de la derecha porteña, un libertario que fundamenta su éxito popular en adoptar por norma el estilo agresivo y el reduccionismo simplista de los charlatanes de las tertulias televisivas, el mundo del que procede, atribuye esa patología crónica de la economía local a la famosa maquinita de los billetes.
El problema, en su muy tosca interpretación de la teoría monetarista de Milton Friedman que no tiene en cuenta la velocidad de circulación del dinero, nacería, pues, de ampliar de modo desmedido la emisión monetaria.
En última instancia, el mantener un nivel excesivo de gasto público deficitario habría constituido el origen del problema. Tesis, esa tan sencilla de Milei, cuyo único problema reside en que no pasa la prueba de la evidencia empírica.
Y es que Argentina, y en tiempos no demasiado lejanos, ha arrastrado tasas demenciales de inflación, con niveles de subidas de precios que rondaban el 50%, a la vez que las cuentas del Estado permanecían saneadas.
Argentina, sí, presenta niveles de inflación desmedidos tanto con déficit público como 'sin déficit público'
Argentina, sí, presenta niveles de inflación desmedidos tanto con déficit público como sin déficit público. Ergo, la tesis de Milei no sirve. Pero el diagnóstico que se ofrece desde sus antípodas, ese inclasificable mundo del justicialismo que todavía a estas alturas sigue dando vueltas como una peonza en torno a la leyenda sentimental de Perón y Evita, no resulta ser menos errada.
Porque para ellos, la supuesta "izquierda" argentina, la inflación recurrente el país se explica por una razón más simple todavía que la de Milei: la avaricia y la maldad irreprimibles de los grandes empresarios que controlan los grupos industriales altamente concentrados, los oligopolios con suficiente poder de mercado como para permitirse fijar precios a su antojo.
Pero si eso respondiera a la verdad, en Estados Unidos y Alemania, por ejemplo, tendría que haber siempre mucha más inflación que en Argentina, toda vez que los oligopolios poseen mayor peso específico en ambos países.
Y no es el caso, en absoluto es el caso. ¿Entonces? Bueno, entonces no queda más remedio que mirar hacia otro lado. En concreto, hacia la política.
Argentina es uno de tantos países ineficientes por culpa de la baja productividad de su industria que recurren a la devaluación de sus monedas para tratar de ganar competitividad exterior. Algo que no tiene nada de original, pues, como se acaba de decir, lo hacen muchos otros. Pero en Argentina, a diferencia de lo que suele ocurrir en esos muchos otros, los sindicatos son fuertes, muy fuertes.
Por eso, por la gran capacidad de presión de la CGT, la central peronista, se repite de forma rutinaria la siguiente secuencia de acontecimientos.
Primero, la devaluación del peso. Tras ella, la inmediata e inevitable subida de los precios internos. Como respuesta inmediata, la consabida huelga general promovida por los sindicatos. Luego, los incrementos salariales generalizados fruto de la conflictividad obrera.
A continuación, la preceptiva espiral retroalimentada de precios y salarios en forma de bola de nieve que no para de crecer. Más adelante, una vez llegados a cierto punto crítico, el Gobierno aprueba otra devaluación adicional con el objeto de tratar de recuperar la competitividad exterior perdida a causa de los nuevos precios.
Y otra vez la rueda. Así hasta que el país se declara en suspensión internacional de pagos, se dolariza de nuevo la economía, o los milicos sacan los tanques a la calle y vuelven a dar otro golpe de Estado.
[¿Qué será de Argentina cuando funcione la pistola?]
Argentina, pese a la incurable fantasía de grandeza que anida en el fondo de su inconsciente colectivo nacional, ha sido siempre un país pobre, un país pobre al que durante una época mítica y dorada le fue bien solo porque le dejaban vender trigo y carne en Europa y Estados Unidos. Después, llegó la PAC y el espejismo se acabó. Así de triste. Así de real. Y no hay más.
*** José García Domínguez es economista y periodista.