Sin querer hacer de ello un monotema recurrente, la semana pasada comentaba el vértigo que empieza a sufrir la Fed con respecto a su política monetaria. Esta semana los mensajes dados por el Banco de Canadá y el BCE se alinean con esa reflexión alumbrando otra tan atrevida como interesante.
La inflación sigue su curso. Es de sobra probado que ya no es un tema exclusivo de las materias primas, pues en los últimos seis meses el CRB Index y el LME Index, dos índices representativos de las principales commodities, han caído en ambos casos un 10%. En ese período, el cobre ha cedido un 22%, el zinc un 25% y el hierro un 32%. Son solo unos ejemplos, pero podríamos hablar de los desplomes de los precios de alimentos. La soja, el trigo o el aceite de palma han caído con dobles dígitos muy altos, al igual que ha pasado con la carne de vacuno o la del cerdo.
Ni siquiera los metales preciosos se han salvado de la quema. El oro ha pasado de 1.891 $/oz a mínimos de dos años. Mismo recorrido que la plata, cuya cotización ha cedido casi un 10%.
Sabiendo que a corto plazo hemos tenido un receso considerable en las materias primas, lo lógico es que, si la inflación fuera enteramente conducida por el precio de los materiales, y ello fuera consecuencia de un shock de oferta, podríamos inferir que los datos conocidos y esperados de inflación se moverían cuanto menos en la misma dirección.
Sin embargo, con los últimos datos disponibles, la realidad dista mucho de estar en ese punto. EEUU mantiene los precios de su cesta de consumo por encima del 8% mientras Europa roza el 10%, con el agravante de que los precios industriales siguen por encima del 40% de incremento anual. La última lectura del PIB avanzado de EEUU adelanta un consumo más débil con el deflactor de precios todavía en niveles muy altos para el estándar de la Fed. Y el empleo que no afloja.
Biden, Macron, Sánchez, Leoni (antes Draghi), Truss, Johnson... Ninguno ha sido capaz de implementar políticas sensatas de control de gasto y búsqueda de incentivos para un crecimiento sano
Todo el análisis que podamos avanzar nos lleva a una conclusión cuando menos inquietante. O los bancos centrales empiezan a entrar en pánico por la sensación de que la economía puede colapsar, o todo forma parte de un plan orquestado por los gobiernos consistente en generar -sorpresa, sorpresa- la necesaria inflación para satisfacer sus necesidades, no las de los ciudadanos.
Lo he explicado muchas veces, pero es importante volver a ello. El crecimiento de las economías desarrolladas es endémico. Esto es así porque el aumento de la población es muy bajo y no hay mejoras evidentes de productividad. A esto hay que sumar el descomunal apalancamiento que supera, con honrosas excepciones, el 100% del PIB en todos los países desarrollados.
Así pues, la única posibilidad que tienen de rebajar la carga de la deuda es dopando el crecimiento con más inflación. Pero claro, nunca pensaron que la misma se pudiera ir a dobles dígitos. Al principio, la explicación era plausible. Rusia tuvo la culpa al generar un conflicto que para muchos fue programado. Pero ahora está claro que la guerra no es el generador de un profundo shock de oferta y que, a la vez que los precios se atenúan, afloran intereses políticos ocultos.
Biden, Macron, Sánchez, Leoni (antes Draghi), Truss, Johnson... todos cortados con el mismo patrón. Ninguno ha sido capaz de implementar políticas sensatas de control de gasto y búsqueda de incentivos para un crecimiento sano. Lo ocurrido en el Reino Unido es el ejemplo más evidente. Han basado todas sus escasas decisiones en subvencionar, dar subsidios y en sostener el gasto no productivo, además de anular la ya socavada independencia de los bancos centrales.
La guerra en Ucrania ha demostrado que solo ha sido parte del repunte de inflación y que la política monetaria de toda una década ha sido el desencadenante. Ahora toca analizar si la misma ha seguido un criterio económico o una orden política.
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