En el escenario de realidad virtual construido día a día por el Gobierno y su propaganda mediática, resulta cada vez más difícil distinguir lo real de lo imaginario. Esto no obedece a otra cosa que a la estrategia orwelliana desplegada por el Ejecutivo, que se manifiesta con una obscena claridad en los datos de inflación y empleo, sobre los cuales resulta cada vez más difícil tener una visión clara de su comportamiento. La mejoría de uno y de otro indicador proclamada por el Ejecutivo social-podemita es un verdadero ejercicio de estadística-ficción que es preciso comentar.
El IPC redujo su ritmo de crecimiento el pasado noviembre, situándose en el 6,8%. El Gabinete anuncia que eso significa el frenazo primero y el anticipo después del inicio de una dinámica bajista del nivel general de precios.
Sin embargo, un somero análisis del último dato de inflación muestra que se ha pasado, de momento, de una inflación abierta a una inflación represada por los controles de precios introducidos por el Gobierno; esto es, se trata de una moderación artificial y ficticia que, como enseña la teoría monetaria, causa efectos negativos y distintos a los esperados. Desde Diocleciano, la fijación de precios por ukase nunca ha servido para reducir de manera efectiva la inflación.
Según las estimaciones del Banco de España, la imposición del descuento a los carburantes y el tope al incremento del coste del gas en la tarifa regulada (TUR) han contribuido a mitigar el aumento del IPC en dos puntos; eso sí, eso no ha tenido impacto bajista significativo alguno sobre la factura eléctrica pagada por las familias y por las empresas.
La ficción del descenso del nivel general de precios se ve reforzado por la evolución de la inflación subyacente, que no sólo no ha caído, sino que se ha incrementado en noviembre, colocándose en el 6,3%. El control burocrático de los precios de los carburantes y del gas no ha impedido el traslado de una energía más cara a los de los demás bienes y servicios de consumo.
Con el binomio empleo-paro sucede lo mismo. Desde estas páginas se advirtió que la contrarreforma laboral implantada por el Gobierno era, entre otras cosas, una operación destinada a camuflar el desempleo real de la economía española y el nivel de temporalidad-precariedad del mercado laboral.
Los alquimistas del Ministerio dirigido por la Sra. Díaz habían transmutado los contratos temporales en fijos discontinuos, cuya naturaleza es la misma con un solo objetivo: reducir de forma ficticia la temporalidad y el paro, ya que los trabajadores acogidos a esa modalidad contractual no computan como desempleados aunque en la práctica lo estén.
El control burocrático de los precios de los carburantes y del gas no ha impedido el traslado de una energía más cara a los de los demás bienes y servicios de consumo
Esta semana, la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea) ha confirmado esa hipótesis. Al cerrarse octubre, había 441.000 fijos discontinuos que no se contabilizaban en las cifras de paro, aunque estaban de facto en esa situación. A estos habría que sumar alrededor de 20.000 personas acogidos aún a los ERTE.
Esto conduce a que el desempleo efectivo en España no estaría en los 2,91 millones de individuos recogidos por las estadísticas del Ministerio de Trabajo, sino se elevaría a unos 3,35 millones de personas. La política laboral del Gobierno es, por tanto, un absoluto fracaso y su mayor éxito, sin duda alguna, es haber logrado ocultar el panorama del empleo desde el inicio de la crisis.
La estrategia de camuflaje estadístico emprendida por la coalición social-podemita recuerda de manera extraordinaria a la realizada por los países latinoamericanos en los años 80 del siglo pasado y, aún hoy, para paliar los efectos de la inflación y ocultar la realidad y, en materia de empleo, a la utilizada por las antiguas economías de planificación central que gozaron de una extraordinaria maestría a la hora de presentar un panorama del empleo y del paro tan irreales como fantásticos.
Aquí, la Sra. Díaz ha conjugado con verdadero entusiasmo las prácticas de sus dos principales fuentes de inspiración ideológicas, el populismo bananero y el comunismo, para regalarnos una Arcadia Feliz.
Al final de la película, el Gobierno está intentando impedir que sea posible observar el comportamiento de la inflación y del mercado laboral. De esta forma pretende dibujar un escenario beneficioso para sus intereses político-electorales, pero absolutamente lesivo para analizar la trayectoria de la economía española.
Se trata de generar un estado tal de caos y confusión que haga imposible tener una visión transparente de lo que sucede y crear la imagen, falsa, de que se está ganando la batalla a la inflación y el desempleo. Ni uno ni otro se combaten con las medidas arbitristas y los juegos estadísticos usados con cada vez mayor obscenidad y descaro por el Gabinete Frankenstein.