Yolanda Díaz no es marxista
Neoclásicos, keynesianos y marxistas comparten una idea: los controles de precios no sirven para acabar con los procesos inflacionarios.
Todavía muy imprecisa y apenas esbozada en su contenido final, la propuesta de Yolanda Díaz de establecer controles políticos a ciertos precios de productos alimenticios -en concreto, los incluidos en la cesta de bienes básicos que sirve de base para el cálculo del IPC- ha sido recibida con el previsible escándalo intelectual por parte de los economistas adscritos a la corriente ortodoxa dominante.
Así, acompañados con las habituales referencias apocalípticas a los desastres de Venezuela, Argentina o algún otro país en desarrollo -estragos siempre endosados al intervencionismo estatal- los argumentos contrarios a explorar ese tipo de medidas se fundamentan en el efecto contraproducente que, a juicio de sus defensores, acarrearía fijar administrativamente los precios.
Contraproducente, sí, toda vez que, según esas mismas voces, el resultado final no sería otro que un incremento adicional de la inflación provocado por la propia medida. Tesis que suelen ilustrar apelando a lo ocurrido bajo la presidencia de Richard Nixon, cuando se estableció, allá por 1971, un estricto control estatal de salarios y de precios en Estados Unidos.
El recuerdo del fracaso de aquella iniciativa de Nixon está detrás del escepticismo que keynesianos como Paul Krugman manifiestan con respecto a la cuestión de las regulaciones. De hecho, todos los exponentes del mainstream, tanto los keynesianos de agua salada como los neoclásicos de agua dulce, coinciden en repudiar a priori la idea de los controles de precios en base a un mismo razonamiento compartido.
Y es que desde que Alfred Marshall, el padre fundador de la ortodoxia aún hoy vigente, ideó esas sencillas funciones matemáticas, las dos curvas por medio de las cuales oferta y demanda se entrecruzan dentro de un eje cartesiano de coordenadas, los precios de mercado alcanzaron una dimensión sagrada e incuestionable para los economistas instruidos en ese paradigma.
"Tanto los 'keynesianos' como los 'neoclásicos' coinciden en repudiar a priori la idea de los controles de precios"
De ahí que en todos los cursos introductorios para alumnos de primer curso se explique que un precio máximo establecido de modo arbitrario por la autoridad política generará, en caso de resultar demasiado bajo, escasez y mercados negros, dado que la cantidad demandada superará a la ofrecida. O, por el contrario, provocará montañas de stocks imposibles de comercializar si se tratase de un precio mínimo demasiado alto (el ejemplo recurrente con que suelen ilustrar este último supuesto es el SMI).
Pues únicamente el precio surgido del punto de corte entre las dos curvas garantizaría que las empresas no cayesen ni en un exceso ni en un déficit de producción. Los empresarios, en consecuencia, tampoco serían libres para poder fijar precios por su cuenta, debiendo someterse a la disciplina estricta fijada por ese punto de corte.
Única y exclusivamente, por tanto, las fuerzas anónimas e impersonales del mercado son capaces de establecer los precios sin que se generen distorsiones ulteriores en todo el sistema, concluye la teoría. Eso sostiene la doctrina. El problema es que la Historia dice algo muy distinto. En 1870, justo al mismo tiempo que Marshall acuñaba ese nuevo canon académico, Andrew Carnegie, un antiguo telegrafista escocés, se estaba convirtiendo ya en el rey de la industria del acero en Norteamérica, la más importante del país en la época.
Desde entonces y a lo largo de los siguientes 70 años, su empresa, más tarde adquirida por J.P. Morgan, produjo en torno al 70% de todo el acero consumido por Estados Unidos. Y durante ese periodo, la compañía fijó -según su exclusiva y soberana voluntad- los precios de venta que más le conviniesen en cada instante.
Algo que, por cierto, no impidió que las otras 12 empresas con las que se repartía el mercado nacional resultaran también rentables y presentasen un crecimiento sostenido en el tiempo de sus respectivos niveles de producción. Porque el mundo real no funcionaba según las leyes de la oferta y la demanda que había formalizado Marshall en una pizarra, sino según las relaciones de fuerza que determinase el mayor o menor grado de concentración de la industria dentro de cada sector productivo.
Por lo demás, si Andrew Carnegie y J.P. Morgan fueron capaces de decidir personalmente cuáles serían los precios del acero en Estados Unidos, quizá también Yolanda Díaz pudiera establecer por decreto a cuánto tiene que ir el kilo de patatas en el supermercado de la esquina.
"Quizá también Yolanda Díaz pudiera establecer por decreto a cuánto tiene que ir el kilo de patatas en el supermercado de la esquina"
Una hipótesis, esa de las patatas intervenidas de la esquina, que los economistas adscritos a la escuela marxista rechazan, sin embargo, de plano. Porque, a juicio de los teóricos marxistas, corriente de pensamiento que algo debería tener que ver con la vicepresidenta segunda del Gobierno, el control gubernamental de los precios, y por ende de la inflación, únicamente resultaría factible en un marco capitalista si todos los sectores cuyos productos intervienen en la determinación del IPC formasen parte de oligopolios o fuesen monopolios. Pero resulta que ese no es el caso ahora.
Bien al contrario, la mayoría de los productores operan hoy en mercados muy o bastante competitivos. De ahí que en los últimos cuatro lustros no sólo no hayamos conocido la inflación en Europa, Estados Unidos y Japón, sino que ocurriese lo contrario, cierta deflación persistente.
Y en un mercado competitivo, intervenir precios afecta de modo crítico al nivel de los beneficios, lo que puede empujar a que muchas empresas abandonen esas líneas de productos que pasan a no resultar rentables ya.
En consecuencia, a medio plazo el resultado será el desabastecimiento. Neoclásicos -que es lo mismo que decir liberales de derecha-, keynesianos -que es lo mismo que decir liberales de izquierda- y marxistas - que es lo mismo que decir la tradición intelectual de donde procede la ministra de Trabajo- suelen coincidir en muy pocas cosas, pero una de esas pocas es la certeza compartida en torno a que los controles de precios no sirven para acabar con los procesos inflacionarios.
Aunque algunos economistas, en especial los keynesianos más heterodoxos y los seguidores de la Teoría Monetaria Moderna, sostienen que, en cambio, sí podrían resultar útiles para ganar tiempo mientras se resuelven los cuellos de botella en las cadenas logísticas globales, la genuina causa última de la inflación actual. En fin, lo único que parece claro es que Yolanda Díaz no es marxista.
*** José García Domínguez es economista.