El presidente de Brasil, Lula da Silva.

El presidente de Brasil, Lula da Silva. Europa Press

La tribuna

Desmontando el mito de Lula

La economía brasileña sigue la misma estela que Argentina y Venezuela. Lula tuvo suerte con el precio de las materias primas, pero no lo aprovechó para hacer reformas.

10 enero, 2023 02:24

El mito económico sostiene que Brasil es un país muy rico pero históricamente mal administrado, el origen igualmente mítico de la miseria en que viven tantos de sus habitantes. Por su parte, el mito político predica que Luiz Inácio Lula da Silva, su presidente, encarna un modelo progresista alternativo a la denostada ortodoxia neoliberal, cuyo principal valedor en América Latina suele ser el FMI en su condición de acreedor recurrente de los gobiernos de la región.

Pero ni Brasil es un país muy rico, ni Lula un dirigente singular y extraordinario, alguien cuyas políticas en el anterior mandato hubieran acreditado rasgos distintivos que permitieran sostener en pie esa heterodoxa leyenda suya.

Bien al contrario, durante sus siete años previos al frente de la presidencia aplicó recetas económicas perfectamente ortodoxas, tópicas y convencionales; recetas que no se diferenciaron en nada sustancial de las que podría suscribir cualquier representante de la doctrina mainstream dominante en los países centrales del Occidente desarrollado. 

"Ni Brasil es un país muy rico, ni Lula un dirigente singular y extraordinario"

Son dos leyendas, la de la inmensa riqueza de Brasil y la de la supuesta rebeldía disidente de Lula con respecto al canon económico imperante, que en bien poco se compadecen con la verdad. Porque el mito del rico Brasil, tan similar en todo al de la rica Argentina o al de la no menos afortunada Venezuela, se asienta en la premisa de la abundancia superlativa en su suelo y subsuelo de materias primas o productos básicos de alta demanda internacional.

De ahí, por cierto, que la crónica del fracaso anunciado de esas tres economías resulte también tan intercambiable entre unas y otras. Así, exactamente igual que Argentina y que Venezuela, la economía de Brasil se ha caracterizado de modo crónico por eso que los académicos llaman el mal holandés.

Una patología que, descrita de modo muy resumido, consiste en que una nación productora de materias primas opta por autoengañarse con la creencia socialmente compartida de estar llamada a la prosperidad eterna merced a los dones que le ha otorgado la naturaleza.

Una ensoñación que la anima a devolver al extranjero en forma de importaciones de bienes de consumo todas las divisas que con tanta facilidad obtiene al vender fuera de sus fronteras inputs básicos cuya producción nunca requiere demasiado esfuerzo, grandes conocimientos ni alta tecnología.

Las divisas le caen al país literalmente del cielo con solo practicar un agujero en el suelo y muy poco más. Luego, se compra cuanto haga falta fuera y la industria local lo acaba pagando con su raquitismo congénito permanente. Hasta que el precio de la materia prima en cuestión se desmorone, por las razones que sea, en el mercado internacional, y el país despierte de su sueño dorado de repente para hundirse en el desastre.

Esa es la historia de Argentina, la de Venezuela y la de Brasil en los dos últimos siglos. Y remite a un modelo que asienta sus raíces más profundas en el origen mismo de esos países como repúblicas independientes. Por lo demás, que estemos hablando de petróleo, trigo, carne de vaca o de minerales, resulta por entero secundario.

Y ese modelo siguió permaneciendo igual a sí mismo, por entero inalterado en su naturaleza esencial, tras el paso consecutivo por el poder en Brasil de los dos presidentes surgidos de las filas del Partido de los Trabajadores, Lula y su sucesora Dilma Rousseff.

"Gobierne la derecha o gobierne la izquierda, el crecimiento económico de Brasil depende de modo crítico de los precios internacionales"

Y es que, gobierne la derecha o gobierne la izquierda, el crecimiento económico de Brasil depende de modo crítico y de forma crónica de los precios internacionales de unas pocas materias primas. Ahí, en esos precios exteriores erráticos, reside la clave última del éxito o del fracaso de cualquier proyecto político nacional.

Así las cosas, Lula tuvo la fortuna de que su primera llegada al poder coincidiese en el tiempo con un incremento notable de la demanda china de insumos básicos brasileños. Le podría haber ocurrido a cualquiera, pero le pasó a él. Le acompañó la suerte, eso fue casi todo.

Entre 2003 y 2010, el intérvalo de su mandato, el país creció a un promedio próximo al 4% anual, mientras que la deuda pública se redujo a prácticamente la mitad (pasó del 60% al 39%), un porcentaje similar a la disminución simultánea del paro ( de un 10,5% en 2002 al 5,7% en 2010). Si bien el la cifra redonda más memorable de aquel periodo remite a la creación de 21 millones de nuevos empleos.

Muchos puestos de trabajo nuevos, pero de escasa calidad. Al punto de que su práctica totalidad, un 98%, estaban retribuidos con sueldos que en ningún caso superarían 1,5 veces el salario legal mínimo del país.

No obstante, las cosas siguieron yendo bien con el primer Lula, hasta que los vientos de cola en forma de intensa demanda externa de materias primas, igual que llegaron, se fueron. Y ese resultó ser el instante procesal en el que las viejas deficiencias estructurales del capitalismo dependiente brasileño volvieron a hacer acto de presencia en el primer plano.

Fue cuando Brasil retornó de nuevo a lo que siempre había sido, un gigante con pies de barro. Porque con Lula, y pese a la brillante apariencia de la superficie, las mejoras en los indicadores sociales no fueron acompañadas de decisiones de política económica de calado para tratar de corregir la muy mediocre productividad industrial del país. Ahí, Lula se limitó a no hacer nada. Nada de nada.

"Brasil retornó de nuevo a lo que siempre había sido, un gigante con pies de barro"

Basta una simple comparación con China, otro de los grandes emergentes, para certificar la inanidad de aquel periodo. China representaba en 2005, cuando los inicios de Lula en la presidencia, el 9,9%  de la industria transformadora a nivel mundial. Pero en 2011 había saltado a suponer ya el 17%.

Por su parte, Brasil poseía el 1,8 % del total mundial en 2005, mientras que seis años después, en 2011, había descendido hasta el 1,7%. Contra lo que también ordena la leyenda edulcorada de Lula, el país se desindustrializó  bajo su mandato.

Y lo que vino tras los días de vino y rosas del lusismo fue, por cierto, ortodoxia liberal en estado químicamente puro: planes de austeridad y reducción del gasto público, elevación de los tipos de interés, restricción del crédito…

Una línea, la de la obediencia estricta a lo prescrito en los manuales liberales, que más tarde continuó Rousseff. De ahí que a su ministro de Hacienda, Joaquim Levy, se le conociera popularmente como Joaquim Manostijeras. Después, es sabido, llegó la barbarie.

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