Acabo de leer el informe publicado el 1 de febrero de este año por el IEEE (Instituto Español de Estudios Estratégicos) titulado La corrupción como factor geopolítico. Los autores, Federico Aznar y Sebastián Puig, analizan la corrupción sistémica como fenómeno global.
Se trata de un interesante estudio de casi 50 páginas en el que ponen encima de la mesa cuáles son las principales variables que determinan que exista un mayor o menor nivel de corrupción en un país, habida cuenta de la naturaleza compleja del fenómeno.
Una de las conclusiones que aportan es que “el esfuerzo internacional debe centrarse en conseguir un entorno institucional y económico más abierto y comprensible, donde todos los actores estén identificados, la información disponible sea amplia, homogénea y compartida y existan unas regulaciones claras, asumibles, concertadas a nivel global, adaptables al entorno cambiante y concordantes con la propuesta ética de cada sociedad y su realidad”. Un anhelo muy loable que se me antoja muy lejano, dada la realidad que nos circunda.
Eso no quiere decir que el trabajo de Aznar y Puig sea poco valioso. Muy al contrario, me parece extremadamente necesario estudiar este fenómeno, su definición, causas, tipología y factores que inciden en un sentido o en otro.
Además, debemos contemplarlo desde un punto de vista global: desde la geopolítica, rama del conocimiento en el que son expertos. Su planteamiento señala que, siendo la corrupción una lacra difícil, o casi, de erradicar por completo, la mejor solución pasa por integrar los esfuerzos a nivel internacional y, al mismo tiempo, ser firmes con su detección y castigo en el ámbito interno de cada país.
La corrupción debe abordarse desde un punto de vista geopolítico y que debe involucrar a todos los países
El párrafo mencionado más arriba debería hacernos reflexionar seriamente acerca de nuestras carencias. ¿Tenemos identificados a los actores de la corrupción? ¿Es la información suficiente, está disponible, es veraz, exenta de intereses creados, no sesgada?
Pero hay más, ¿se cumple la ley que penaliza los comportamientos corruptos, siempre y de igual manera para todos los ciudadanos? ¿Existe una propuesta ética en nuestra sociedad, y cuál es?
Una mirada a nuestro país nos revela que los datos no están de nuestra parte. El pasado año se publicaba un estudio del Instituto de Investigación en Economía Aplicada de la Universidad de Barcelona, que revelaba que entre 2000 y 2020 se habían producido un total de 3.743 casos de corrupción política —presuntos y condenados— en todos los niveles de organización territorial.
Afinando un poco más, establecía que descartando los casos que no acaban en procesamiento, la cifra se reducía a 1.570, con 226 casos procesados, 756 con sentencia condenatoria y 588 con absolución.
Entre 2000 y 2020 se produjeron 3.743 casos de corrupción política en todos los niveles de organización territorial
No constaba, y creo que sería interesante saberlo, qué parte del dinero involucrado en estos casos de corrupción, cuando procediera, se ha devuelto a las arcas públicas, que, como todos sabemos, se nutren de los bolsillos y el esfuerzo de los ciudadanos.
La corrupción, tanto pública como privada, está relacionada con lo que se conoce como problemas de agencia. Fueron los autores Adolf Berle y Gardiner Means quienes, en 1932, se ocuparon de este tema por primera vez. Otros autores como Michael C. Jensen y William H. Meckling, en su famoso artículo publicado en el Journal of Financial Economics, en 1976, apuntalaron la importancia del estudio de los problemas de agencia y los costes que implicaban para la empresa.
Estos problemas, por explicarlo de manera sencilla, consisten en la posibilidad de que la empresa o institución al que se le ha encargado una tarea, se zafe y no la cumpla a espaldas del principal actor, que es quien ha hecho el encargo.
Los managers frente a los propietarios pueden comportarse de esta manera. Los trabajadores frente a los empleadores, también. Y, del mismo modo, los representantes electos, los alcaldes, los directores de agencias de regulación, los servidores públicos, en general, pueden zafarse y engañar a los ciudadanos, quienes les financian con sus impuestos y les eligen pensando que son la mejor opción.
Los representantes electos pueden zafarse y engañar a los ciudadanos
Esta corrupción, que depende de la moral individual, cuando se normaliza y se transforma en un hábito social, tiene efectos muy perniciosos para la economía. Por ejemplo, afectan al crecimiento económico, reducen la inversión extranjera directa, perjudica la gobernanza corporativa.
Efectivamente, una mayor corrupción percibida trae consigo fricciones en los mercados y suele forzar a los inversores a llevarse sus capitales a países menos corruptos, o donde la corrupción es combatida seriamente.
Si nos centramos en el sector público, la corrupción, además, desvía fondos desde partidas que cubren necesidades de los ciudadanos hacia otros destinos que benefician a los políticos, a sus familia, amigos, socios políticos, o allá adonde van a poder, antes o después obtener un beneficio.
Nada de lo expuesto nos resulta ajeno. Y lo peor, es que la mayoría de los ciudadanos tenemos la convicción de que los corruptos que cumplen condena son una cifra insignificante y que la mayoría se van de rositas. La pérdida de credibilidad, no solamente de quienes dicen representarnos, sino del sistema, es creciente y está dejando una huella indeleble en nuestra democracia.
La mayor parte de los ciudadanos tenemos la convicción de que los corruptos que cumplen condena son una cifra insignificante
Los asaltos al orden constitucional por el presente gobierno bicéfalo, desde la pandemia, pero en especial, recientemente, son también responsables de la desidia y alejamiento de la ciudadanía respecto a la política.
Lo peor es que la consecuencia de segundo orden de esta degeneración democrática es la aparición de radicalismos populistas y mesiánicos que terminan por confundir al más honesto de los ciudadanos, cegado por la frustración. No son los de ahora los únicos políticos responsables. Por desgracia, todos los partidos, cuando han tenido oportunidad, han faltado al respeto a los ciudadanos y han cabido en la tentación descrita en la teoría de la agencia.
Si, como proponen Federico Aznar y Sebastián Puig, la solución que podría minimizar la corrupción sistémica pasa por una caja de herramientas internacional, España tiene que dejar de normalizar la cultura política partidista, ausente de ética y muy corta de miras. Y, por nuestra parte, los españoles deberíamos exigir a nuestros políticos y mandatarios una estricta y escrupulosa rendición de cuentas. A todos.