Se cumple el centenario de la publicación de la primera edición de un libro importante para la ciencia económica como fue A tract on monetary reform (“Tratado sobre la reforma monetaria”) escrito por John Maynard Keynes. Esta obra (la penúltima del Keynes cuantitativista) sale en un momento capital del período de entreguerras como fue la vía de salida de la hiperinflación alemana y los remedios a las reparaciones de guerra (el Plan Dawes en 1924) de las que el propio Lord Keynes advirtió de los problemas que causaría recién terminada la Gran Guerra (“Las consecuencias económicas de la paz”).
Más allá de varias contribuciones relevantes, este ensayo de Lord Keynes ha pasado a la Historia por sólo una frase apenas destacada en el capítulo III, página 80 de la segunda edición de MacMillan de 1924: But this long run is a misleading guide to current affaires. In the long run we are all dead (“Pero este largo plazo es una guía no adecuada para las cuestiones actuales. En el largo plazo todos estamos muertos”). Lo que no dejaba de ser una acotación a la validez de la teoría cuantitativa del dinero (el incremento de la masa monetaria se convierte más tarde o más temprano en inflación), se convirtió en una guía de política económica sacada fuera de contexto.
La aplicación de políticas económicas a corto plazo donde desaparece la noción de restricción presupuestaria causa siempre desequilibrios importantes a largo plazo, pero estas consecuencias para los próximos años parecen tan lejanas que directamente o se desprecian o no se quieren ver invocando este pasaje de la obra de Lord Keynes.
Pero este largo plazo es una guía no adecuada para las cuestiones actuales. En el largo plazo todos estamos muertos
Es lo que sucede desde la suspensión temporal de la aplicación de los mecanismos de déficit excesivo en la Eurozona durante la pandemia. A ello se une la emisión extraordinaria de 750.000 millones de euros de los archiconocidos fondos europeos para nutrir los presupuestos nacionales directamente a la mitad con dinero a fondo perdido.
Sólo un actor tradicional como es la inflación ha contribuido decisivamente para reducir el déficit presupuestario en términos de PIB desde 2020: en la Eurozona, desde el 7% hasta el 3,7% previsto en 2023; en España, desde el 10,1% al 4,3% en 2023 según la Comisión Europea (y según el Gobierno en la Actualización del Programa de Estabilidad, 3,9%).
Sin embargo, el “largo plazo” que parecía tan lejano y en el que en los últimos meses se abonó la tesis de que no habría negociaciones para retomar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento hasta momentos antes de las elecciones europeas de 2024 y si las había serían muy favorables para los países en peor situación fiscal, ha llegado (como siempre sucede) antes de tiempo.
Los primeros compases de la negociación en Bruselas muestran dos elementos que parecen bastante evidentes: por un lado, que en 2024 se recupera el Protocolo de Déficit Excesivo y, por otro lado, se mantienen las metas de déficit (3%) y deuda (60%) exigiendo una senda de ajuste que se terminará acercando a la propuesta inicial de reducción lineal de 0,5 puntos de déficit entre 4 y 7 años.
"El largo plazo" ha llegado antes de tiempo
Por tanto, el tiempo (una vez más) se ha echado encima. Y obviamente ha cogido con el pie cambiado a España, habitual desde hace más de una década en la lista de los países con mayores desequilibrios fiscales.
Ante este nuevo escenario, el Gobierno ha presentado una Actualización del Programa de Estabilidad 2023-2026 en la que deja invariantes los números de 2023 (la previsión de déficit público la mantiene en el 3,9%) y endosa un ajuste adicional sobre su anterior Programa de Estabilidad de tres décimas de PIB para 2024 (hasta el 3%) y dos décimas de PIB para 2025 (hasta el 2,7%).
Sobre el papel, el Gobierno anticipa el teórico cumplimiento de la regla fiscal un año, de 2025 a 2024. Pero sin afectar la esencia de su política global para 2023, sólo cambiando tres décimas de saldo presupuestario de la Administración Central en beneficio de las CCAA y Ayuntamientos en año electoral.
La principal presunción debajo de estos cálculos es que los ingresos fiscales crecerán prácticamente al mismo ritmo que el PIB nominal en 2023 (+6,1%) de manera que la ratio de ingresos sobre PIB pasa del 43,4% en 2023 al 43,3% en 2024, mientras que en 2025 proyecta un incremento de 0,4 puntos hasta el 43,7%.
Dado que el crecimiento nominal de la economía pasará del 5,9% en 2024 al 3,9% en 2025, el Gobierno está descontando una subida neta de los impuestos para el período 2024-2025, dado que los ingresos subirían aproximadamente un 2,4% mientras que el ritmo de crecimiento del PIB nominal bajará 2 puntos.
El Gobierno está descontando una subida neta de los impuestos para el período 2024-2025
Al mismo tiempo, la ratio de gasto público sobre PIB se reduce un punto de 2023 a 2024 (entre 2022 y 2023 apenas se reducirá en medio punto) hasta situarse en el 46,3% y continúa así en 2025 y 2026, una estimación hasta ahora insólita en la serie histórica.
Por consiguiente, la combinación de política fiscal por la que apuesta el Gobierno es clara:
- Para 2023, confía en que los ingresos fiscales sigan subiendo por efecto del crecimiento nominal (en su mayor parte, inflación), haciendo crecer menos el gasto con respecto a 2022 situándolo ligeramente por debajo del crecimiento nominal.
- Para 2024, el ajuste de 0,9 puntos para alcanzar el déficit del 3% confía en que se haga con un crecimiento del gasto muy inferior al crecimiento nominal de la economía
- Para 2025, además de una escasa ambición por seguir reduciendo el déficit, plantea una subida neta de los impuestos (los ingresos suben más que el PIB nominal) y un crecimiento del gasto equivalente al del PIB nominal.
Parece evidente que el actual Gobierno ha diseñado un esquema que encaja perfectamente dentro de sus postulados políticos, pero sobre dos bases precarias: por un lado, confía en que continuará gobernando después de las próximas Elecciones Generales en diciembre de este año y, por otro lado, todo el ajuste será de carácter cíclico confiando en que la inflación seguirá manteniendo su ‘dividendo recaudatorio’, manteniendo un déficit estructural en torno al 3,5% del PIB.
Esto no es cuadrar las cuentas ante Bruselas, es prolongar en el tiempo un desequilibrio que mina la capacidad de crecimiento futuro de la economía española.