Felipe Huertas Atanasio fue un hombre común, fuera de lo común para su época. Nacido en Villanueva de la Serena (Badajoz), en una zona pobre y olvidada de esa España desgarrada.

De familia muy humilde, gente de monte y campo, al servicio de otros, y dedicados a producir el combustible que fue esencial en los hogares españoles durante gran parte del siglo XX, el carbón vegetal. De oficio carboneros, quemando leña de encina en las sierras extremeñas, elaborando lo que los braseros, las cocinas y también las pequeñas actividades comerciales de la época precisaban en los fríos inviernos del interior.

La Guerra Civil lo cambió todo, más para los que fallecieron en ese cruel enfrentamiento entre hermanos, pero también para aquellos hombres y mujeres, muchos huérfanos y asomando apenas a la vida de adultos, que tuvieron que buscar arte y oficio en aldeas y pueblos de nuestra siempre alejada Extremadura. Oportunidades, de entrada, pocas, en tiempos difíciles, más allá de la odiosa guerra, del “año del hambre”, de esa posguerra y con las ganas de mirar para adelante y olvidar para siempre.

De entre esas familias humildes, un muchacho listo, que aprende rápido y que piensa que lo suyo no son los trabajos “manuales”, destaca entre los suyos. Tutelado por maestros públicos, que le apoyan para que llegue hasta donde pueda, incluso con algún intento de represalia política, por algo que fue achacado a su familia durante la guerra. Y así lo hace, estudia prácticamente por libre en su pueblo, superando todos los niveles, hasta que llega a presentarse y, a superar con éxito, el examen de bachiller en la Universidad Central de Madrid a principios de los años 50. Y ahí acababa todo. El dinero familiar se agotó y tenía que regresar a trabajar en aquello que nunca le gustó. Agotó posibilidades, hasta unas oposiciones fallidas a lo que entonces se llamaba la policía secreta, pero no pudo ser. Fue llamado a filas y en este servicio a la patria casi deja la vida por una pleuresía que le dejó expuesto siempre a enfermedades pulmonares.

Vuelta al pueblo, eso sí, leído y preparado para todo, pero con las limitaciones propias de su origen. Con unas pocas pesetas prestadas por su padre compró una pequeña motocicleta y comenzó a recorrer los pueblos de la zona para comprar carbón en el monte y a revenderlo allá donde podía. Además de buena formación y, siendo recio y duro de carácter, tenía buena planta el mozo, don de gentes y miedo al hambre. No le fue mal y comenzó a tirar de padre y hermanos, poco a poco, para comenzar un pequeño entorno empresarial que, en aquellos años 60 y 70 no pasaba de ser lo que hoy conoceríamos como economía informal. Sus avances y facilidad para las relaciones y, sobre todo, para el aprendizaje, dotado de una enorme capacidad de fijarse en los mejores de su entorno y entender cómo conseguían tener éxito en el comercio y en las ventas, le posibilitaron aspirar a más. De ahí a comprar algún automóvil el paso fue rápido, el R4 fue el primero que yo conocí, un camión Pegaso y una pequeña furgoneta de reparto. Y lo siguiente fue contratar ya algunos trabajadores más y crear lo que hoy conoceríamos como “conglomerado” si hubiera tenido gran tamaño, pero cuya diversificación respondía realmente a tener un conductor de camiones y un mecánico como hermanos.

Su prestigio personal era tan relevante, siendo un pequeño entre “tiburones” como él solía decir

Felipe aprendió contabilidad por correspondencia y comenzó a administrar esta pequeña actividad que ya podríamos llamar empresarial. Y se especializó en la compra y venta de cereales. En los años finales del franquismo, en los que todavía esta actividad estaba nacionalizada y por lo tanto era ineficaz e ineficiente tanto para el consumidor como para el productor, pequeños y arriesgados individuos, que se jugaban su escaso dinero y su reputación en cada compra, ocupaban el espacio al que el sector público no llegaba y que el agricultor pequeño demandaba. Eso que ahora tanto hemos denostado llamándolos intermediarios, pero que han sido y siguen siendo tan necesarios, para poner en contacto al productor con el consumidor. De ahí a industrializar la actividad construyendo un secadero de maíz, pequeño, pero matón capaz de competir con las incipientes multinacionales que ya asomaban en esa época. Y distribución de piensos industriales para animales y algunas cosas más. Un mundo en el que se sentía seguro y temeroso a la vez, seguro por sus dotes reconocidas por propios y competidores, y temeroso por la posibilidad de incurrir en un impago en los pocos bancos de entonces que prestaban a cuenta de firmar tu propia desaparición en caso de fallido.

Su prestigio personal era tan relevante, siendo un pequeño entre “tiburones” como él solía decir, que tuvo incluso alguna veleidad política, fue representante empresarial y declinó, no sin haberlo pensado mucho, ser candidato a las primeras elecciones municipales de la democracia.

Y, por supuesto, pudo crear un hogar, ya algo mayor en esos años 60, y casarse con su novia de siempre, Carmen Mejías, bisnieta, nieta e hija de labradores humildes. Guapa y pizpireta, lista como el hambre y con ganas de acompañar para siempre al hombre de su vida. Y vaya que lo hizo, dándole dos hijos, Antonio y María del Carmen. Pero nuestro protagonista volvió a estar en el abismo gracias a su mala salud, infartos, ictus, ay del tabaco y el sedentarismo de la época. Salvó el pellejo y se cuidó más y más, sabedor que era el único pilar de su hogar y que había que resistir. Resistió, hasta el día de su jubilación a las 65 años, a la vez que su propia empresa, siempre al lado de sus hermanos.

Con esfuerzo y mucha ilusión inculcó a sus hijos las guías que a él le habían inspirado, honestidad, esfuerzo, sacrificio, austeridad y familia, y logró rematar con ellos su obra inicialmente no acabada, tener los primeros titulados universitarios en la familia. Y de casta le viene al galgo, tanto que su hijo Antonio quiso ser abogado y vaya que lo fue, aunque ejerciera por poco tiempo. Lo que él siempre quiso y no pudo, al final se consiguió. Eso sí, la insistencia para asegurar el futuro, aspirando a una plaza de funcionario en un juzgado o en un ayuntamiento, no cuajó y el atrevido de su hijo aspiró pronto a olvidar la abogacía y a traspasar límites impensables para ellos en el mundo de la empresa privada. La niña, más obediente y prudente, cumplió a rajatabla los deseos familiares, alcanzando con éxito la plaza funcionarial tan deseada en la familia. En la casa de Felipe no faltó ni un solo día un periódico que leer ni un buen libro que devorar, prácticas que enseñó con tenacidad a sus hijos.

Los años pasaron, la familia creció y las satisfacciones personales y familiares de unos y de otros blindaron la felicidad de esta familia. Felipe siempre guio, enseñó, armonizó y pulió excesos y defectos de unos y de otros y tuvo una larga y fructífera tercera y cuarta edad, pleno de felicidad rodeado de los suyos.

Pasaban los años y este entorno dulce y feliz parecía no tener fin, pero la vida enseña que todo comienza y acaba, para volver a surgir de nuevo. Sus nietas progresan en los estudios y en la vida, sus hijos son personas de bien y su esposa, ahora viuda, afronta una nueva y esperanzada larga etapa, rodeada de amor, apoyo y alegrías.

Felipe Huertas, mi padre, nos dejó hace apenas unos días en este seco y soleado mes de mayo de 2023. Su apellido figura ya para siempre en una de las avenidas de entrada a su pueblo y su nombre, Felipe a secas, es repetido una y otra vez con admiración, cariño y respeto por todos los que le conocieron e, incluso, por sus propios descendientes, que alguna vez oyeron noticias de la familia Huertas, la de Felipe.

Felipe Huertas Atanasio falleció en Villanueva de la Serena el 8 de mayo de 2023.

*** Antonio Huertas Mejías es presidente de Mapfre e hijo de Felipe Huertas.