Erdogan: el frustrado Xi Jinping islámico
Si hubiese que resumir lo de Erdogan, el pequeño desastre en que ha convertido la economía turca, con una sola frase, procedería sentenciar que ansió la quimera de ser como China sin ser como China.
En puridad, la llamada erdoganomics, esa muy heterodoxa y un punto extravagante doctrina económica seguida por Turquía en la última década, no resulta ser más que el resultado inevitable de esa contradicción básica de partida. Porque China es una dictadura, una dictadura sin paliativos retóricos ni cataplasmas cosméticas, mientras que Turquía, en cambio, sólo es casi una dictadura.
Y en ese casi reside la gran diferencia estructural que ha condenado al fracaso el intento por parte de la tecnocracia islamista de Ankara de reproducir las grandes líneas del modelo de capitalismo nacionalista e iliberal acuñado por la tecnocracia poscomunista de Pekín. Un fracaso, el de Erdogan en su intento frustrado de convertirse en el Xi Jinping musulmán, que en último término nos podría llevar a una conclusión pesimista a propósito de si resulta factible salir del subdesarrollo para incorporarse al selecto grupo de los países punteros del planeta, el logro que consiguieron los llamados tigres asiáticos con el añadido final de China, en contextos políticos no abiertamente autoritarios.
China es una dictadura sin paliativos mientras que Turquía, en cambio, sólo es casi una dictadura
A ese respecto, el de la taxonomía contemporánea de los órdenes institucionales ajenos a la democracia plena propia de Occidente, Turquía, como en tantos otros aspectos de su cultura y sus tradiciones, se sigue manteniendo en una especie de tierra de nadie, con un pie en cada mundo.
Dentro del muy heterogéneo cajón de sastre donde se agrupan los líderes iliberales se puede encontrar a los autoritarios expresos, categoría a la que pertenecen dictadores como Háfed al-Assad, Kim Jong-Un, el propio Xi Jinping, Putin o Al Sisi. Un subgrupo diferente sería el que integran los nacional-populistas como Kaczynski en Polonia, Orbán en Hungría o Narendra Modi en India.
Y luego estaría una tercera modalidad, el híbrido de los dos anteriores, otro espacio más ambiguo y de categorización imprecisa donde se mueven personajes como Erdogan o Maduro, el presidente venezolano. Dirigentes que alcanzaron la cumbre por medio el sufragio popular más o menos homologable para, acto seguido, entregarse al ejercicio no democrático del poder.
Así, Turquía no ha atravesado aún la delgada línea fronteriza que daría paso a una dictadura abierta, pero la radical mutilación de la independencia el poder judicial y de la neutralidad del aparato estatal, ahora copado por los subordinados de Erdogan, hace que los comicios se desarrollen en condiciones tan desiguales que imposibilitan de hecho la alternancia.
La senda laica
No obstante, esa insuficiente - por incompleta- dimensión autoritaria del nuevo régimen hiperpresidencialista que Erdogan logró imponer tras el intento de golpe de Estado de 2016, una asonada militar que pretendía retornar a la senda laica que en su día implantó Ataturk, constituye el paradójico lastre que, en gran medida, ha frustrado su proyecto.
El Partido Comunista Chino no se ve forzado a condicionar las líneas estratégicas de su política económica, todas ellas diseñadas desde la asunción de que los resultados se producen por norma a largo plazo, a la necesidad imperiosa de legitimarse cada cuatro años en las urnas. El Partido Comunista Chino, no; pero él, Erdogan, sí.
Un imperativo político insoslayable, el de lograr la aceptación popular inmediatista, que se volvió más perentorio todavía a raíz de la asonada militar. Y esa, decíamos, ha constituido la causa última de su perdición.
El "Nuevo Modelo Económico", tal como el Gobierno turco se refiere a su propia doctrina en la materia, se fundamenta en combinar una política de bajos tipos de interés estructurales, tipos bajos permanentes que se mantendrán con independencia de cuál sea el nivel de inflación que conviva con ellos, unos salarios igualmente bajos que compensen la discreta productividad de sus empresas y una moneda nacional, la lira, depreciada de modo deliberado por el banco central para así favorecer las exportaciones.
La sencilla receta que aplica Turquía resulta ser la misma en esencia que ha empleado China durante décadas
Una sencilla receta que, por lo demás, resulta ser la misma en esencia que ha aplicado China durante décadas. Pero China, a diferencia de la Turquía de Erdogan, implementó una genuina estrategia industrial con el fin de poner su aparato productivo al nivel del de Occidente. Algo, el empeño de invertir en alta tecnología e industrias de vanguardia, que requiere de tiempo y paciencia para ver sus frutos.
Pero Erdogan no disponía de ese tiempo. De ahí que, ya con su propio yerno al frente de la cartera de Finanzas, optara por una alternativa políticamente mucho más rentable, a saber: estimular los retornos fáciles y rápidos que en todas partes van asociados al sector de la promoción inmobiliaria (el Ejecutivo turco acabó cebando una burbuja del ladrillo que nada tuvo que envidiar por su volumen a la española de principios de siglo), todo ello combinado con proyectos de obras públicas faraónicas financiadas con recurso al crédito internacional.
Una fórmula casi perfecta para llegar al colapso en cuanto, tal como ocurriría tras el estallido de la guerra en Ucrania, la cotización del dólar norteamericano diese en alzar el vuelo y las muy sobreendeudadas compañías turcas comenzasen a tener problemas para reembolsar sus préstamos en esa divisa al tiempo que el capital extranjero emprendiera la huida, forzando el derrumbe de la lira con su estampida.
Tres caminos
Así el panorama, a Erdogan se le abrían tres caminos posibles, cada cual más impopular. Podría haber optado por la austeridad que prescribe siempre la ortodoxia vía una brusca subida del precio del dinero acompañada de recortes del gasto e incrementos de impuestos, el habitual paso previo antes de obtener el clásico rescate del FMI.
Segundo, podría haber introducido controles estrictos de capitales y bloqueado por ley las salidas de divisas del país, pero ello habría asustado al dinero extranjero y cortado en seco el acceso a los prestamistas europeos y norteamericanos.
O, tercera, última y más arriesgada opción, podría haber cambiado de bando en la nueva Guerra Fría, arrimándose a Rusia y China para obtener de ellos los recursos que ya no iba a conseguir en Occidente. Pero eso no resulta tan sencillo cuando se forma parte, y destacada además, de la estructura militar de la OTAN. Al final, Erdogan no siguió ninguno de los tres caminos. Como toda alternativa, se limitó a aleccionar a los suyos para que rezasen a Alá por Turquía. Y en ello andan.
*** José García Domínguez es economista.