La Eurozona ha entrado en recesión técnica, dos trimestres consecutivos de contracción del PIB, tras conocerse los datos de crecimiento de los tres primeros meses de 2023. La previsión, sostenida por la mayoría de expertos e instituciones, de que la economía de la Unión Monetaria Europea (UME) evitaría un escenario de esa naturaleza no se ha materializado.
El shock de oferta provocado por la guerra ruso-ucraniana y el endurecimiento de la política monetaria para combatir el fuerte repunte de la inflación han sido los factores determinantes de esa dinámica recesiva y la pregunta es qué sucederá en el horizonte del corto y del medio plazo. La hipótesis de un aterrizaje suave como la de la temporalidad del rebrote inflacionista han mostrado ser unas quimeras.
Aunque se intenta una y otra vez eludir el término, lo que resulta sorprendente, la UME se ha instalado en un escenario de estanflación cuya duración, a priori, resulta difícil de predecir. Como era inevitable, la brutal expansión de los agregados monetarios en el bienio 2020-21 iba a traducirse, como así pasó, en un incremento de la inflación, agudizado por el alza de los precios de la energía derivado del conflicto ucraniano.
Si el BCE no hubiese actuado con una excesiva laxitud en los años descritos, el aumento del nivel general de precios hubiese sido inferior y, en consecuencia, el coste económico de reducirle también. Eso no ocurrió y, por tanto, la recesión ha sido inevitable.
En este contexto no cabe, a priori, esperar una rápida recuperación de la actividad en la zona del euro. Si bien es verdad que los precios de la energía, en concreto del gas, han retornado a los niveles de la preguerra, la combinación de una política monetaria más dura y el declive de la oferta monetaria, medida por la M3, unos 100 m. M de euros desde septiembre y que proseguirá auguran una nueva contracción del PIB, al menos, en el segundo trimestre de 2023.
La hipótesis de un aterrizaje suave como la de la temporalidad del rebrote inflacionista han mostrado ser unas quimeras.
En los anteriores periodos de desaceleración de la economía continental, el buen comportamiento de la alemana compensaba frecuentemente la debilidad de la demanda en los otros estados de la UME, sobre todo, en los de su periferia. Ahora es muy improbable, por no decir imposible, que eso ocurra.
La economía española ha mostrado una fortaleza imprevista o, usando la terminología a la moda, una considerable residencia, pero ello no ha de llamar a engaño. Por un lado, el endurecimiento de las condiciones monetarias aún no ha mostrado todo su efecto sobre el consumo y sobre la inversión privada que comenzará a reflejarse en la segunda mitad del año y, con mayor intensidad, en su último trimestre. Conviene recordar que el impacto de una restricción monetaria sobre la economía real tiene un lapsus temporal de entre 6 y 8 meses.
Por otro, la debilidad económica europea, principal destino de las exportaciones españolas, tenderá a reducir su aportación positiva al crecimiento. Y ese es el principal mercado de los bienes y servicios españoles en el exterior y dentro de él, Francia, Alemania e Italia suponen alrededor del 35%.
A los factores descritos cabe añadir, el anuncio realizado por la Sra. Lagarde de que el BCE seguirá subiendo los tipos de interés y reduciendo su balance porque la inflación permanece aún en tasas muy elevadas, lejos del objetivo asignado al instituto monetario europeo, por debajo o igual al 2 por 100. Ello terminará por debilitar de manera significativa el gasto de los hogares y los incentivos de las empresas a invertir, salvo que los Fondos Next Generation compensen el choque monetario negativo, lo que no parecen reflejar los indicadores de confianza empresarial y de los consumidores.
El endurecimiento de las condiciones monetarias aún no ha mostrado todo su efecto sobre el consumo y sobre la inversión privada.
En cualquier caso, el espejismo de que España ha dejado atrás el fantasma de la crisis y se ha embarcado en la senda de un crecimiento equilibrado y sostenido se desvanecerá de forma progresiva y con mayor claridad a finales de 2023 y, sin duda, en 2024.
Aunque resulta sorprendente, el análisis coyuntural de la economía española desplegado por el grueso de los expertos y con un fuerte soporte en los modelos neokeynesianos no tiene en cuenta la evolución de los agregados monetarios como no lo ha tenido en cuenta el propio BCE. Sin embargo, ese "desprecio" impide ver con claridad el devenir de la economía patria en los próximos trimestres.
La aportación española a la M3 de la zona euro lleva desacelerándose con creciente intensidad desde septiembre de 2022 y el stock de crédito a familias y empresas está contrayéndose desde el primer trimestre de este año. Ambos indicadores anuncian o, mejor, anticipan lo dicho con anterioridad: una intensa desaceleración del PIB.
Esto significa, hay que repetirlo una vez más, que el próximo Gobierno es quien habrá de enfrentarse a una muy delicada situación, que se verá agravada por la entrada en vigor de las reglas fiscales en la UEM y por el cese de la compra de deuda por parte del BCE en un entorno definido por la acumulación de un déficit estructural muy abultado, superior al 4 por 100 del PIB, por niveles de deuda insostenibles y por un marco institucional por el lado de la oferta con enormes dificultades tanto para adaptarse a un ciclo adverso como para generar los incentivos precisos para crecer. Entre tanto, es natural, el Gobierno intentará vender a los sufridos compatriotas la imagen de que "España va bien".