La ‘uberización’ de Europa
Vuelve la batalla del taxi; en el fondo, una simple escaramuza dentro de la confrontación mucho más amplia que contrapone a los defensores del viejo contrato social europeo, por un lado, frente a la nueva ortodoxia dominante, la que prioriza la liberalización y desregulación de todos los mercados de bienes y servicios, por el otro. Una larga guerra de trincheras y desgaste del adversario, esa que se viene desarrollando desde hace años en los despachos del poder en Bruselas y en el incendiado asfalto de las principales capitales del continente, en la que el Tribunal Europeo de Justicia acaba de emitir una sentencia tan salomónica como escapista.
Así, al tiempo que sus magistrados declaran la ilegalidad de la norma del Ayuntamiento de Barcelona que restringe el número de licencias VTC a la proporción 1/30 con relación a los taxis amarillos, abren la vía legal que posibilita similares restricciones locales en base a argumentos ambientales u otros de interés general. O sea, se lavan las manos y pasan la patata caliente a las instancias políticas. En cada ámbito administrativo dotado de competencias regulatorias sobre la materia, pues, ganará o perderá el bando que más capacidad de presión sobre los poderes públicos sea capaz de desplegar. De momento, y en el caso particular de Barcelona, el de los taxistas parece que va ganando.
En ese contexto de confrontación, los argumentos de los defensores del nuevo paradigma - el proclive a acabar con las barreras de entrada- para influir en la opinión pública giran siempre en torno a las dos mismas ideas; dos ideas falaces, por lo demás. La primera de ellas remite a la necesidad de adaptar el funcionamiento del sector del transporte urbano de pasajeros a los rápidos avances tecnológicos vinculados a la digitalización; unos avances disruptivos, los de las nuevas tecnologías de la información, cuya implantación en el sector redundaría, según aseguran, en beneficio de los consumidores finales del servicio y de la sociedad en su conjunto.
La necesidad de adaptar el funcionamiento del sector del transporte urbano de pasajeros a los rápidos avances tecnológicos vinculados a la digitalización
Se trataría, en consecuencia, de evitar que una minoría egoísta, tecnofóbica y bien organizada lograse imponer sus retrógrados afanes corporativos frente al interés general. Una idea falaz, decía; falaz porque parte de la deliberada confusión entre compañías cuya única relevancia significativa resulta ser exclusivamente financiera, como ocurre en el caso de las plataformas virtuales que ahora compiten con los taxis tradicionales, y las verdaderas empresas innovadoras en el ámbito tecnológico. Dos mundos que nada tienen que ver entre sí.
Una cosa es crear Amazon, el resultado final del portentoso despliegue de inteligencia llevado a cabo por centenares de ingenieros informáticos con el fin de revolucionar la distribución comercial por la vía de multiplicar la eficiencia de las cadenas logísticas, y otra muy distinta conectar un simple taxímetro a un teléfono móvil por medio de una sencillísima aplicación que podría elaborar cualquiera. Para llegar a alumbrar Spotify, milagro técnico que pone al alcance de la gente común toda la música del mundo, se requiere un talento extraordinario y una capacidad empresarial visionaria; para poner en marcha con éxito una app de transporte de viajeros, por el contrario, solo hace falta disponer de suficiente músculo financiero, apenas eso. Churras y merinas mezcladas en alegre promiscuidad.
El segundo argumento habitual de los defensores de las plataformas que operan a través de vehículos con licencia VTC apela a la eficiencia económica. Según esa línea de razonamiento, los escépticos ante la modalidad alternativa al taxi tradicional tendrían que rendirse a la evidencia indiscutible de su mayor economicidad. El problema de ese axioma, el que se apoya en los precios aparentemente más bajos que ofrecen las VTC frente a los taxis, estriba en que sí resulta discutible. Aunque, de entrada, el argumento parece sólido.
Frente a un sector anticuado, reacio a los principios de la libre competencia y que aspira a seguir disfrutando de rentas monopolísticas sin aportar un servicio más eficiente a los usuarios, las app del transporte de pasajeros encarnarían no sólo la modernidad, sino también, y sobre todo, el triunfo de los precios competitivos, siempre muy ajustados a los costes de producción del servicio. Frente a la extracción coercitiva de rentas parasitarias logradas merced al control de la industria por parte del gremio del taxi, la justicia anónima e impersonal propia de las fuerzas del mercado. El argumento suena bien, incluso muy bien, pero igualmente resulta falaz.
Las app del transporte de pasajeros encarnarían no sólo la modernidad, sino también, y sobre todo, el triunfo de los precios competitivos
Porque sucede que el dinámico ejecutivo madrileño que contrata el servicio de un vehículo VTC para ir al aeropuerto a través de su móvil de última generación, escena paradigmática de la modernidad capitalista y liberal, está siendo subvencionado de modo encubierto por un agricultor que conduce su trasnochado tractor en un campo remoto de la España profunda. Los usuarios de las VTC, en efecto, son subvencionados por todos los contribuyentes con sus impuestos; los usuarios de los muy arcaicos taxis convencionales, no. Entenderlo, por lo demás, resulta sencillo. Y es que el taxista autónomo, con sus ingresos muy superiores a los del asalariado mileurista de una VTC, contribuye con los impuestos que soporta al sostenimiento de nuestro estado del bienestar.
El taxista no supone ninguna carga financiera para la sociedad. Los clientes de los VTC, en cambio, no pagan de su bolsillo el coste real del servicio que contratan; la diferencia entre lo que ellos abonan al final del trayecto y lo que de verdad cuesta el desplazamiento que realizan ( el colegio público de los hijos del conductor, su médico de cabecera, su pensión de jubilación…) se la pagamos los demás con nuestros tributos al Estado. Convertir Europa en un continente low cost por la vía de fomentar la creación de nuevos empleos low cost, empleos que en su gran mayoría acabarán siendo ocupados por inmigrantes extracomunitarios, puede representar cualquier cosa menos el camino a seguir. El futuro de Europa no puede ser el siglo XIX.
*** José García Domínguez es economista.