Lo que la izquierda no quiere ver
La tasa oficial de desempleo en los Estados Unidos durante la mañana del 6 de enero de 2021 apenas rondaba el 5,3% de la población activa del país. Y pese a tratarse de un porcentaje objetivamente óptimo para cualquier nación del mundo desarrollado, ilustraba una anomalía estadística muy puntual y pasajera consecuencia de la pandemia del Covid que en ese instante todavía sufría el planeta. Al punto de que, tanto en el periodo inmediatamente anterior a la crisis sanitaria como tras su fin, el mercado laboral de Estados Unidos mostraría un paisaje estadístico casi ideal y caracterizado por el pleno empleo de facto, ya que los niveles de paro registrado, por norma cerca del 3%, constituirían eso que los manuales de Economía definen como desempleo friccional.
Bien, pues en ese contexto de ausencia casi absoluta de población activa desocupada, una masa enfurecida integrada por ciudadanos norteamericanos, miembros en su gran mayoría de la clase media-baja, se lanzó al asalto tumultuario y violento de la sede de la soberanía nacional, el edificio del Congreso en Washington. Mientras que los indicadores económicos convencionales hablaban de un mundo feliz, hordas iracundas destrozaban con rabia fanática el mobiliario del edificio que aloja al poder legislativo.
Algo, resulta evidente, estaba fallando en las percepciones. Podría pensarse que lo que fallaba era la propia percepción de la realidad de las hordas, una multitud ignorante e irracional y, en consecuencia, manipulable a gran escala por los fabricantes de relatos mediáticos; entre nosotros, quizá el presidente Pedro Sánchez se abonaría a esa tesis.
Tanto en el periodo inmediatamente anterior a la crisis sanitaria como tras su fin, el mercado laboral de EEUU mostraría un paisaje estadístico casi ideal
Sin embargo, otra interpretación alternativa conduciría a la hipótesis de que el desajuste entre los hechos objetivos y su percepción subjetiva no procediese de las hordas lerdas y teledirigidas, sino de los propios indicadores económicos convencionales. De hecho, cuando se hurga solo un poco en la trastienda de esas estadísticas oficiales se descubre que 122 millones de asalariados norteamericanos, los que integran la mitad inferior de la pirámide de rentas del país, apenas ingresan al año 18.500 dólares antes de impuestos; eso supone aproximadamente la cuarta parte de la renta media de Estados Unidos, que anda por los 75.000 dólares. Disponen de empleos, sí, pero ello no impide que continúen siendo muy pobres.
Porque no era el relato sesgado de la Fox creando polarización en las pantallas de los televisores, era sobre todo la ingrata existencia cotidiana de demasiada gente común y corriente. Y aquí ocurre algo similar. La izquierda, con el presidente Sánchez a la cabeza, se aferra a la doctrina conspirativa, esa de la conjura mediática, porque no puede concebir ninguna otra explicación racional para la evidencia, a sus ojos desconcertante, de que su particular expediente de gestión macroeconómica, desempeño elogiado hace unos días por todo un Premio Nobel como Stiglitz, se traduzca en una creciente desafección en las urnas por parte de sus teóricas beneficiarias directas, las clases populares.
A la izquierda española le pasa como a aquel borracho nocturno al que se le habían caído al suelo las llaves del coche e insistía en buscarlas debajo de una farola con el argumento de que allí había luz. Y es que, dejando a un lado las historias conspirativas, otras explicaciones racionales también existen. Pero descubrirlas exige fijar la vista más allá de la farola.
El año pasado, el ejercicio 2022, la economía española generó un total de 278 mil nuevos empleos netos. De esos 278 mil puestos de trabajo creados en España a lo largo de doce meses, según los datos oficiales de la EPA, ni uno solo de ellos, cero, fue ocupado por personas nacidas en España; la totalidad de ellos, el 100%, recayó en trabajadores que estaban en posesión de, al menos, una nacionalidad extranjera.
En cuanto a la evolución de las cifras de empleo de los ciudadanos españoles durante el mismo año 2022, la EPA nos informa de que no solo no se creó empleo nuevo alguno, sino que, por el contrario, se destruyeron 4.400 puestos ocupados antes por nacionales. Dicho de otro modo: muchas personas que no tendrán derecho a votar el próximo 23 de julio encontraron trabajo a lo largo de 2022, mientras que lo perdieron unas cuantas que sí podrán hacerlo.
De esos 278 mil puestos de trabajo creados en España a lo largo de doce meses, según los datos oficiales de la EPA, ni uno solo de ellos, cero, fue ocupado por personas nacidas en España
Más allá de la farola, la realidad comienza a percibirse con tonalidades distintas. A estas horas, en España residimos 48,2 millones de habitantes de los que 600 mil acaban de llegar del extranjero hace menos de doce meses, pero el número de españoles de nacimiento resulta inferior hoy al que registraba el censo en el año 2012; en concreto, ahora mismo hay 700 mil españoles menos que hace once años.
Al tiempo, mientras que el PIB crece a buen ritmo y el número de españoles apenas se mueve salvo para disminuir, los economistas nos alertan de que el PIB per cápita de España se encoge cada vez más. Un enigma de explicación obvia. Es de sobra sabido, en otro orden de contrariedades, que los nuevos trabajadores extranjeros ocupan los peores empleos, los más ingratos y mal pagados, los que nadie quiere. Según los registros del INE, el salario medio de los españoles alcanza los 25.000 euros; el de los africanos en España, en cambio, solo roza los 17.000, si bien todavía es superior al de los latinoamericanos, que anda por los 16.700; y el que perciben, en fin, los oriundos del resto del mundo figura con una media paupérrima de apenas 16.000 euros.
El grueso de los trabajadores extranjeros ingresa, como se ve, rentas que se mueven en el entorno inmediato del SMI. No resulta demasiado aventurado, en consecuencia, inferir que una porción estadísticamente significativa de los beneficiados por sus recientes subidas encadenadas tampoco va a disponer del derecho a votar el 23 de julio.
Y lo mismo ocurrirá con otra parte numéricamente notable de los perceptores del Ingreso Mínimo Vital, transferencia pública para acceder a la cual solo se requiere un año de residencia regularizada en territorio español. En la España globalizada, los del último tramo de la pirámide, el más bajo, no pueden votar porque se lo impide la ley. Y las políticas estrella del Gobierno han beneficiado en particular a los del último tramo. No son las manipulaciones de los medios, presidente, es el censo electoral.
*** José García Domínguez es economista.