Es una de las cosas que más me preocupa en la evolución de la sociedad: el hecho de que hayamos pasado, en cuestión de unas pocas décadas, de una sociedad desinformada porque el coste de informarse era elevado —había que estudiar, ir a bibliotecas, leer mucho, etc.— a otra que dispone de prácticamente toda la información del mundo a escasos clics de distancia… pero que está mucho peor informada que antes.
¿Qué ha pasado? Antes, una persona que no sabía sobre un tema era, por lo general, razonablemente consciente de ello. Podía tener alguna opinión que le hubiese contado un día su cuñado, pero sabía que era eso: una opinión de cuñado, y como tal la trataba. Expresamente, priorizaba otras cuestiones a la necesidad de informarse sería y responsablemente sobre un tema en concreto, para pasar a declarar su ignorancia y, aunque tuviese una cierta opinión, expresarla con prudencia y asumiendo que podía estar en situación de desventaja con respecto a otros que sí se hubiesen informado bien.
Ahora, esa idea de “a lo mejor no sé lo suficiente” ha desaparecido. En la sociedad actual, muchos se siguen informando a través de cuñados, pero como han visto su opinión en una pantalla, en un buscador o en una red social que tienen sus propios mecanismos para rodear esa opinión de miles de palmeros, asumen lo que han visto como algo escrito en piedra.
Se quedan con las soflamas, con los memes, con las gratificaciones instantáneas que reafirman lo que ellos ya pensaban o creían pensar. Y a partir de ahí, militan en su creencia y repiten esas soflamas, esos memes o esas gratificaciones instantáneas en cualquier foro, sin plantearse en ningún momento que a lo mejor eran, simplemente, una estupidez, un error, algo no riguroso o no refrendado por nada, ni por la ciencia ni por el sentido común.
Tenemos un problema importantísimo como sociedad, y la culpa no es de una tecnología en concreto, las redes sociales, sino de la forma en la que algunos han utilizado esa tecnología para enriquecerse, para edificar imperios basados en el fomento de la polarización, del odio y del enfrentamiento.
En la sociedad actual, muchos se siguen informando a través de cuñados
No, regular las redes sociales no habría servido de nada: lo que había que haber regulado no era el desarrollo de la tecnología, que no es regulable porque es imposible de desinventar, sino el uso de la tecnología. Y no solo no lo hicimos, sino que además, descuidamos lo más importante: el introducir esa tecnología en la educación, para dotar a los ciudadanos de medios con los que defenderse. Decidimos, absurda e irresponsablemente, dejar que “se educaran ellos solos”, en unos casos porque asumimos que serían suficientemente adultos como para hacerlo, y en otros porque “como son jóvenes, son nativos digitales que nacieron ya sabiendo”.
Ambas asunciones eran no solo erróneas, sino estúpidas e irresponsables. Y ahora estamos viendo las consecuencias. El crecimiento de la radicalización se debe precisamente a eso: a hordas de gente que renuncia no solo a informarse debidamente y creen en todo tipo de teorías de la conspiración convenientemente jaleadas, sino que además, renuncian a entender que otros pueden haberse tomado el trabajo de investigar, de hacer ciencia o de pensar con rigor sobre las cosas.
No importa que lo que tengas delante sea un académico, un investigador o un filósofo que ha dedicado su vida a estudiar, a experimentar o a pensar sobre un tema: en cuanto lo que dice no te gusta o toca alguno de los resortes que te han programado para hacerte saltar, le sueltas un meme o una frase más o menos inspirada —cuando no directamente un insulto o una descalificación grave— y te quedas tan tranquilo. No solo tranquilo, sino feliz y reafirmado tras una descarga de dopamina.
No, regular las redes sociales no habría servido de nada: lo que había que haber regulado no era el desarrollo de la tecnología
Que la sociedad se haya convertido en una caricatura de sí misma hecha además con trazo grueso es el mayor problema que tenemos actualmente. Miles, millones de militantes en causas absurdas, insostenibles desde ningún punto de vista mínimamente científico o de sentido común, que etiquetan a personas y cierran sus orejas (y sus neuronas) ante cualquier atisbo de algo con lo que no comulguen, simplemente porque han sido programados para reaccionar así. Da lo mismo a quien tengas delante: soltar la soflama, el meme o el insulto está muy por encima de la educación, del respeto o de normas que, como sociedad, suponíamos asumidas desde hacía mucho tiempo.
El no incorporar el cambio de contexto tecnológico a la educación nos ha destrozado como sociedad. Y para varias generaciones, ahora es posible, incluso, que sea demasiado tarde. Tenemos una sociedad en la que domina el simplismo, la asunción de una postura porque la has visto en un tweet, en una red social, rodeada de palmeros que un algoritmo había congregado a su alrededor.
No, no es simplemente que tenga un mal día. Es que tras una vida ejerciendo de optimista patológico, empiezo a pensar que el daño ya no tiene remedio. Ayer pasé, involuntariamente, un rato asomado a los comentarios de YouTube. Si fuese cualquiera de sus gestores y viese eso, creo que dimitiría al día siguiente. Y eso, desgraciadamente, es un reflejo de nuestra sociedad actual. Es lo que hay. Es lo que hemos construido a partir de un error garrafal. Y ahora, vamos a tener que comernos todas sus asquerosas consecuencias.
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.