Cada vez más observadores predicen el fin de una tendencia que nos ha acompañado durante varias décadas: la posibilidad de obtener bienes y servicios extremadamente baratos.
El llamado low cost, basado en mano de obra muy barata en países con bajos costes laborales unitarios, parece estar en una caída libre cada vez más pronunciada: las fábricas que, a lo largo de todo el sudeste asiático, daban empleo a millones de trabajadores que, a cambio de muy poco dinero y a menudo con abusos como el abuso de trabajo infantil o las jornadas maratonianas, fabricaban todo tipo de productos, tienen cada vez más problemas para atraer trabajadores.
En China, una de cada cinco personas jóvenes está desempleada, una cifra que no se había visto nunca desde que existen registros. En India, el país más poblado del mundo, hablamos de un 25% de desempleo juvenil, y las cifras de Indonesia y Bangladesh son similares. Y sin embargo, a pesar de ese nivel de desempleo, los trabajadores ya no están dispuestos a trabajar en esa industria. Muchos abandonan durante los cursos de capacitación, y los que se quedan, tienen una rotación de menos de dos años. Simplemente, no quieren trabajar en fábricas.
La reacción de muchas compañías está siendo la de tratar de retener a esos trabajadores mediante el recurso a metodologías occidentales: además de la mejora de salarios y de la regulación de las antes demenciales jornadas de trabajo, se añaden ofertas como guarderías, cafeterías, bonos de transporte, clases de yoga, bolos, karts y otros privilegios antes implanteables en este tipo de entornos. La consecuencia es clara: todo suma, y los precios de los productos tienden a subir. Decididamente, el sudeste asiático ya no es lo que era.
En el caso de los servicios, como las aerolíneas que, durante mucho tiempo, han permitido a muchos viajar a precios bajisimos, cuestiones como el permanente abuso de los trabajadores, las subvenciones al combustible o los incentivos de los destinos se tambalean cada vez más, por cuestiones relacionadas con el puro sentido común, debido a la cada vez mayor sensibilidad medioambiental, o por la evidencia de que la estrategia ha llevado a la sobre-explotación de muchos destinos hasta el punto de destrozar la experiencia.
En China, una de cada cinco personas jóvenes está desempleada, una cifra que no se había visto nunca desde que existen registros
Estamos ante una anti-paradoja: todos, absolutamente todos, hasta el más tonto, sabía perfectamente que esta tendencia era completa y radicalmente insostenible… pero ahora, cuando empezamos a ver que toca a su fin, nos hacemos los sorprendidos y nos planteamos cómo vamos a vivir en un mundo en el que las cosas tengan el precio que realmente deberían de tener, y no algún tipo de fantasía absurda basada invariablemente en algo que nunca deberíamos haber puesto en marcha.
No, basar industrias en prácticas completamente insostenibles no tiene sentido. Por muy democrático que nos pueda parecer que cualquiera pueda viajar por menos dinero de lo que costaría un taxi al aeropuerto, por mucho que algún chalado pudiese plantearse que le salía mejor viajar todos los días desde otro país para ir a su trabajo que pagarse un alquiler en determinadas ciudades, o por mucho que nos pueda gustar comprar prendas de ropa como si no hubiera un mañana para tirarlas pasado mañana, todos sabemos que esas prácticas son demenciales, y que tenían que terminarse más tarde o más temprano.
Ya no quedan prácticamente lugares en el planeta donde las personas estén dispuestas a trabajar de esa manera, y eso es algo verdaderamente bueno. Las personas van a tener que, necesariamente, cambiar sus hábitos de consumo, y las marcas también tendrán que hacerlo. Ni siquiera se espera que la automatización y la algoritmia, con sus costes más controlados, acudan a salvar ese modelo, que sin duda veremos como demencial en cuanto lo miremos con un mínimo de perspectiva.
Basar industrias en prácticas completamente insostenibles no tiene sentido
Las consecuencias de ese modelo, además, las conocemos todos. Cantidades demenciales de desperdicios, cadenas logísticas espantosamente contaminantes, productos con calidad en caída libre pensados para durar muy poco, o destinos turísticos completamente congestionados con gente haciendo cola para poder pasar a una supuestamente idílica playa… en la que ya no hay sitio ni para plantar una sombrilla. Claramente, un modelo agotado, que ya no funciona ni para nosotros, ni mucho menos para el planeta.
Empecemos a pensar cómo diablos va a funcionar una sociedad acostumbrada desde hace más de una generación a tener acceso a todo a precios absurdos, cuando empiece a dejar de tenerlo. Y seguidamente, pongámonos a pensar como vamos a lidiar con las consecuencias de haber creado semejante monstruo, y de haber pensado que de alguna manera eso podía identificarse con algún tipo de progreso. Claramente, no lo era. No lo fue nunca, por mucho que nos vendieran supuestos ideales de democratización. Era y es, simplemente, una aberración.
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.