Por qué se tambalea el capitalismo chino
Un Seseña multiplicado por infinito donde el alter ego asiático del Pocero hubiera construido, y también justo en medio de la nada, suficientes bloques de pisos vacíos como para poder albergar en ellos a las poblaciones completas de Francia, Reino Unido, Alemania, Italia y Argentina. Resumida de modo sintético, la crisis inmobiliaria que está haciendo tambalearse en estos momentos al capitalismo de Estado chino viene a ser en esencia eso.
Por lo demás, estamos hablando de un solo sector de la economía, uno solo, el de la promoción inmobiliaria ya construida pero pendiente de vender al usuario final, cuyo teórico valor de mercado en libros se estima que equivale a unas cuatro veces el PIB de la República Popular China. Una bomba atómica a punto de caramelo para estallar.
Y para acabar de arreglarlo, súmese a ese torbellino de incertidumbre empresarial financiado con deuda bancaria el factor de inseguridad añadida que supone el singular orden jurídico, todo él heredado de la época comunista, que sigue regulando el uso económico del suelo en el país. Y es que el suelo de China, todo, tanto el urbano como el rural, continúa siendo propiedad exclusiva del Estado desde que, allá a mediados de la década de los 50, Mao aboliera por completo la propiedad privada; lo que significa que los oligarcas del sector privado que han amasado inmensas fortunas inmobiliarias, siempre bajo la atenta mirada del partido, carecen ahora mismo de la mínima seguridad jurídica que les asegure la posesión futura de sus activos.
Literalmente, los capitalistas chinos han levantado sus imperios de cemento sobre una concesión administrativa que podría ser revocada en cualquier momento. Una posibilidad, esa de verse desposeídos de su riqueza por medio de un simple expediente burocrático, que consideraron un remoto supuesto teórico hasta que, tras la llegada a China de la Gran Recesión de 2008, comenzó la competencia larvada por el acceso preferente al mercado crediticio entre los empresarios privados, por un lado, y las compañías estatales o paraestatales controladas por la élite del partido, por el otro. Una guerra financiera subterránea que no ha dejado de crecer durante todos estos años.
No obstante, el epicentro de los movimientos sísmicos en la infraestructura económica de China no remite tanto a una típica burbuja del ladrillo, cuanto a las limitaciones intrínsecas del propio modelo de crecimiento acelerado que se inició tras la llegada al poder de Deng Xiaoping con el desmantelamiento de la planificación comunista. China ha basado su crecimiento espectacular de modo casi exclusivo en su sector exportador desde mediados de los noventa.
China ha basado su crecimiento espectacular de modo casi exclusivo en su sector exportador
Algo que, con un sistema bancario monopolizado por el Estado y sometido a la férrea tutela política permanente de unos cuadros dirigentes del partido cuyos propios intereses económicos personales resultan difíciles de distinguir de los institucionales que figuran a su cargo, tiende a traducirse en una asignación ineficiente del crédito.
Pues los exportadores están obligados por ley a entregar la cantidad íntegra de las divisas que obtienen en el extranjero al Banco Nacional de China, quien imprime su equivalente en renminbis para abonarles los pagos. Las exportaciones chinas al resto del mundo, por tanto, se traducen de modo inmediato en un incremento paralelo de la liquidez en moneda nacional dentro del país. Cuantas más exportaciones, más renminbis en las cajas fuertes de los bancos estatales cuyo destino último será ser prestados a quienes decidan los funcionarios públicos encargados de filtrar a los solicitantes de crédito.
Así, y por razones que no cuesta demasiado esfuerzo imaginar, tanto las empresas estatales como las relacionadas de algún modo con miembros prominentes del partido disfrutan siempre de un acceso privilegiado al crédito bancario, pasando por encima de los criterios estrictamente técnicos vinculados al análisis objetivo del riesgo y la eventual rentabilidad de cada uno de los proyectos sometidos a escrutinio. Al principio, con un país saliendo del más absoluto de los atrasos y huérfano de cualquier tipo de infraestructuras básicas, esa distorsión en la asignación de los recursos bancarios no tendría consecuencias demasiado graves.
Pero el propio crecimiento exponencial de China ha acabado llevando de modo inevitable a que ese vicio de raíz acabase multiplicando las inversiones ruinosas en plantas industriales innecesarias y redundantes, aeropuertos infrautilizados, bloques de apartamentos fantasma, autopistas regionales con destino a ninguna parte y, más en general, un sinfín de iniciativas productivas no viables y abocadas a un vegetar zombi por la vía de la dependencia enfermiza de dosis cada vez mayores de créditos encadenados con los que ir refinanciando deudas en realidad impagables. Si bien al partido no le resulta ajeno que la fórmula para superar esos coágulos estructurales del crecimiento pasaría por una reforma del sistema financiero que lo abriera a la competencia real entre los demandantes de crédito.
Pero llegados a ese punto crítico, los intereses corporativos de la propia oligarquía que controla el partido podrían verse muy seriamente amenazados. Los bancos estatales son sus vacas lecheras particulares y en absoluto parecen dispuestos a dejar de ordeñarlas a voluntad. De ahí la reticencia absoluta de Xi Jinping a dar paso efectivo alguno en esa dirección. Aunque el genuino causante último del cuello de botella que asfixia la economía china no resulta ser otro que la extrema y radical desigualdad en el reparto de la renta que caracteriza a su modelo.
A fin de cuentas, resulta inviable desarrollar un mercado de consumo interno que permita romper la dependencia del sector exportador cuando el 10% más rico de la población absorbe anualmente el 40% del total de la riqueza creada, mientras que el 50% más pobre retiene apenas un 15% de esa misma riqueza. Y eso es lo que pasa hoy en China. Un reparto más desigual incluso que el que se da en Estados Unidos. No por casualidad, Capital e ideología, el último libro del muy izquierdista Thomas Piketty, ha sido prohibido por la censura del Partido Comunista Chino. Mal asunto, sí.
*** José García Domínguez es economista.