La pasada semana tuvo lugar en Aranjuez la Conferencia sobre rentas mínimas y políticas de inclusión social en el marco de la protección social europea, una de las reuniones que están teniendo lugar en nuestro país con ocasión de la presidencia española del Consejo de la Unión Europea. Presidida por el Ministro Escrivá, esta conferencia culminaba con la Declaración de Aranjuez.
Uno de los pilares de todos los paneles ha sido el concepto de inversión social. En realidad, no es algo nuevo. El uso de criterios sociales se hizo visible entre las grandes organizaciones en la década de 1960. Por ejemplo, en 1967, la Fundación Ford, a las órdenes de McGeorge Bundy anunció que las inversiones sociales pasarían a formar parte de su programa filantrópico. Esperaba aumentar el impacto de sus donaciones realizando inversiones de mayor riesgo y menor rentabilidad en empresas gestionadas por minorías, viviendas y proyectos de conservación. De hecho, a partir del año 2018, la fundación ha abierto el Ford Foundation Center for Social Justice.
En términos generales, las inversiones sociales introducen criterios no económicos en las decisiones de inversión. A los inversores sociales les interesa el impacto de su inversión en las personas, además de la mera obtención de beneficios. Se trata de mantener el rendimiento económico de su capital al tiempo que expresan una preocupación social por la “conducta" de las empresas. En unos casos, la inversión social implica apostar por empresas socialmente responsables de manera que, a la larga, puedan influir en el comportamiento de las demás empresas. En última instancia, la idea es que los criterios sociales pueden incentivar a las empresas a funcionar de forma más consistente en el interés público.
Hay otras razones que promueven la existencia de inversión social. Por ejemplo, hay inversores que sostienen que las inversiones sociales ayudarán a las empresas a autorregularse. Y otros consideran que las inversiones deberían dirigirse al cultivo de objetivos sociales dentro de la economía. Lo que tienen en común es que todos ellos están interesados en el desarrollo social al tiempo que mantienen un firme compromiso con el desarrollo económico y el rendimiento financiero de su inversión. Todos buscan fomentar el desarrollo de valores sociales dentro del sistema de libre empresa.
La diferencia entre la inversión social que los economistas conocemos y la propuesta de Escrivá y sus equivalentes europeos es que ahora la inversión social es llevada a cabo por los gobiernos, bajo el paraguas de la Unión Europea. En este marco, en el que se trabaja desde el pasado mes de julio, se encuadran políticas sociales como el Ingreso Mínimo Vital (IMV). Este cambio de perspectiva tiene varias implicaciones de calado.
A los inversores sociales les interesa el impacto de su inversión en las personas, además de la mera obtención de beneficios
Para empezar, como cualquier economista sabe, la inversión no computa como deuda. Es muy razonable, porque una inversión no es más que la inmovilización de un capital durante un tiempo, al cabo del cual se espera recuperarlo con un beneficio que está justificado por el riesgo de pérdida y por el coste de oportunidad, es decir, por lo que podría haber estado rindiendo ese dinero si no hubiese estado “bloqueado” en esa inversión.
Para el Gobierno, que el dinero destinado a las políticas sociales no se incluya en las partidas de gasto, que engrosan la deuda pública, es muy importante. Tanto o más como que no se computen como parados los trabajadores fijos discontinuos inactivos, que el pasado verano, según Eurostat ascendían a casi un millón de trabajadores. La lógica del gobierno es ¿cómo evitar que el gasto social dispare la deuda? Cambiándole la etiqueta y llamándole de otra manera. El viejo truco.
Una de los temas más interesantes de la Conferencia fue el panel “Política basada en evidencias y Laboratorios de Política Social”. En esa mesa redonda presentaron sus experiencias el CEMFI, J-PAL (la organización fundada por Esther Duflo y Abhijit Banerjee, que recibieron el Premio Nobel de Economía por esta iniciativa), el BID Las (el laboratorio de innovación del Banco Interamericano de Desarrollo) y, por supuesto, la Subdirección General de Objetivos e Indicadores de Inclusión del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, liderado por Ana Isabel Guzmán de Torres.
El interés del panel radica en la importancia de cuidar la metodología de monitorización y evaluación de resultados, especialmente en aquellas políticas, como las sociales, problemáticas en este sentido. Porque son los resultados los que justifican el gasto. Y en el ámbito social las dificultades se centran en las diferencias en la disponibilidad y recolección de datos de diferentes regiones y países, la compatibilidad de los mismos, los problemas de comunicación de las diferentes administraciones, las diferentes situaciones de las personas que se benefician de las políticas sociales, etc. No es fácil. Por eso es importante.
En España hay 34 proyectos pintos de políticas sociales diseñada y monitorizadas por la Subdirección, que sigue la conocida metodología RCT (Prueba Controlada Aleatorizada), que es la que habitualmente siguen los organismos internacionales para comprobar el efecto de sus programas de desarrollo. Una vez definidas las necesidades y las políticas sociales que pretenden cubrirlas, el Laboratorio Social define los resultados esperados, las relaciones causales entre las políticas y los resultados, y la medición de los mismos.
Y en el ámbito social las dificultades se centran en las diferencias en la disponibilidad y recolección de datos de diferentes regiones y países
Me llama la atención que entre los resultados que miden, junto con la inserción laboral, la inclusión social, la satisfacción vital y los resultados académicos, se mencionan las competencias digitales y las competencias personales o “soft skills”. Estamos hablando de políticas encaminadas a la creación de una red de seguridad dirigida a los menos favorecidos, que resulten en la maximización de la rentabilidad de esta inversión social.
Pero los criterios de inversión no son los que deciden quienes ponen el dinero sino los representantes de 23 países que no van a sufrir ninguna consecuencia si esas inversiones no son rentables. Es decir, no es inversión, es gasto. Un gasto cuyo efecto es muy difícil de medir, a pesar de la metodología y la saludable preocupación por la monitorización. Todavía no he leído ningún informe de ninguna organización nacional o internacional reconociendo el poco o nulo impacto de sus políticas sociales. Lo que hay, cada vez más, es trucos para esconder la deuda que nos lastra aunque le cambien el etiquetado.